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Estamos en esos días gastronómicamente enloquecidos en los que se come sin hambre, y lo que es peor, se bebe sin sed. Porque cuando bebemos sin sed no es agua lo que bebemos, por más que tenga yo prisa en decir que beber moderadamente no es malo, si no Jesús no habría convertido el agua en vino en Caná de Galilea; conviene hacer la precisión de que los allí presentes ya se habían terminado el vino que tenían para el festejo donde estaban presentes la Virgen y Jesús… o sea que no andaba falto el personal de vino precisamente. A pesar de eso, Jesús realizó su primer milagro al convertir el agua en vino. En la última cena Jesús vuelve a nombrar el vino y lo compara a su propia sangre. Es el máximo halago que se ha hecho jamás a un vaso de vino. Con esto quiero decir que una copa de un buen vino no le puede hacer daño a nadie ni a casi nadie pero hay que saber beberlo con moderación. Y estos días en los que estamos, esa virtud necesaria se nos olvida. Marco Tulio Cicerón decía allá por el 43 a.C. que los hombres son como los vinos: la edad agria a los malos y mejora a los buenos. En la comida pasa tres cuartos de lo mismo, comemos como si el mundo fuera a terminarse al día siguiente. En estas fechas además nos ha dado por comer marisco, diríase que en este punto nos han metido «las cabras en el corral». Así se dice cuando se acaba por aceptar lo que no queríamos. Pero además fíjense que hace tres días una centolla (cabra) costaba 12 euros menos, ¿por qué tiene que costar tres días más tarde 2.000 pesetas más? Yo se lo diré: porque somos muy manejables y bastante tontos, cuando bastaría con dejar la centolla y ya verían como a nadie se le ocurriría subir el precio de una centolla en 12 euros más. La verdad que en estas fechas sube todo o casi todo. Es como si estuviéramos atacados por el virus del consumismo más irracional. Somos como un caballo desbocado cuesta abajo y en puridad no se me alcanza la razón. Vale que son fechas señaladas y hay que poner más luces (digo yo si no será para que veamos menos), hay que poner el Belén (por cierto, este nombre, Belén, significaba casa de pan), volviendo por el camino que llevaba, lo de los vinos caros, los turrones, el cordero que también ha subido.

Cuando yo me moceaba, las comidas navideñas descansaban su razón de ser en meter un galldindi o un buen capón en el horno, al final una copita de vino de misa y un tall de cuscussó (el mazapán más genuinamente árabe de España); ahora si no hay marisco en la mesa no parece Navidad. Es, salvadas sean todas las distancias, como esa manía que nos ha dado en hacer túneles, puertos y puentes, eso no le puede dejar de llamar la atención a Dios nuestro señor porque según cómo se mire parece que estemos enmendándole la plana a Dios, que fue quien hizo el mundo.

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Las fiestas navideñas no dejan de ser también fiestas donde se reverberan antiguas disputas familiares: ese con el que hace meses que no nos dirigimos la palabra y que es para un servidor como un grano en el culo, mas por no desairar a la prójima lo tendremos que aguantar en una comida navideña cuando por no aguantar a semejante pelmazo, comeríamos más a gusto unas sopas brochas.

Aquí cualquier tontuna puede, si se tercia, sentar carta de naturaleza. Estoy pensando en las dichosas 12 uvas. En casa, una Navidad se dio la circunstancia de un nota que por querer tragarse las uvas a compás de las campanadas del reloj de la madrileña Puerta del Sol se le atravesó alguna y casi las rosca. Yo me quedé bocabadat diciendo para mis adentros: ¡tiene cu… la cosa!, con lo a gusto que iba uno trasegando granos de uva aun a costa de terminar 10 minutos más tarde. Lo de las 12 campanadas donde el personal se lo ha tomado como si le fuera la vida en ello, donde tragarse las uvas como los pavos del l’amo. En fin, disfruten ustedes del marisco, del champán, del turrón y de las uvas pero háganlo todo con la prudencia de ir saboreando cada momento. Recuerden que para una nueva ocasión, tendremos que esperar un año. Feliz Año Nuevo!