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Quien recibe el aviso espontáneo de que un ser querido ha sufrido un accidente, una agresión o ha requerido atención médica urgente, ¿se conforma con prestar oído al recado, sin más, o trata de confirmarlo, acudiendo a la fuente principal o, al menos, a la más próxima y fiable? Sin embargo, abundan los que dan por buenos los mensajes más incongruentes con tal de que sean presentados como mínimamente creíbles. Hasta caemos en trampas, engañados por una voz desconocida que logra arrancarnos los datos personales que le permitirán saquear las cuentas. Así somos de pardillos.

Tragamos con todo. Prestamos atención a quien no la merece, mientras dejamos de lado a quienes nos consta que pueden facilitar informaciones serias y provechosas. Pero es que además se percibe en un sector de la población una actitud indiferente respecto a lo que se cuece a su alrededor, lo que resulta más difícil de entender. Mantenerse al margen de la marcha del mundo resulta incomprensible, pero bien sabemos que así sucede. Un porcentaje considerable de personas, en su mayoría jóvenes, es capaz de vivir sin interesarse lo más mínimo por lo que pasa extramuros de su ser, tanto si ocurre cerca como si está lejos, lo que ciertamente es difícil de aceptar por quienes necesitamos seguir los movimientos que se generan en cualquier parte, sean buenos o malos. Es cuestión de solidaridad.

De esa ignorancia y de esa candidez se aprovechan los que quieren llevar las aguas a su molino. Lo hacen por chanza en unas ocasiones y por maldad en otras. Engañar produce placer a los degenerados y, cuando tienen la certeza de que esas tomaduras de pelo se harán extensibles a una masa estimable de gente, la burla les produce singular satisfacción. Resulta triste comprobar que a veces van más allá, porque ya no es solo cuestión de chacota, sino de una voluntad explícita de hacer daño. Lo hemos visto con ocasión de las inundaciones ocurridas en los pueblos valencianos, cuando mentiras perniciosas circularon a mayor velocidad que el furor de las aguas.
No es armonía corporativa el reivindicar el valor de la prensa y el beneficio de estar al tanto de los contenidos, sino convencimiento de los beneficios que produce. Muchos fallos y deficiencias se pueden encontrar en nuestros trabajos, pero militares aparte, no hay profesión que se desangre como la nuestra. Según Reporteros sin Fronteras, en lo que va de año han sido asesinados 54 periodistas, 550 han sido encarcelados, 55 secuestrados y 95 se hallan desaparecidos. Como escribía un compañero, no mueren, los matan; no van por gusto a las cárceles, los encierran; no han desaparecido, los secuestran. Ponerse en peligro no ha sido para ellos mero entretenimiento, sino convicción de que se presta un servicio a la sociedad y vale la pena arriesgarse si de esa manera el mundo mejora (nos gusta pensar que nuestra obligación es esa y que algo vamos logrando con el esfuerzo desplegado).

Si volvemos a las nefastas inundaciones, merece ser destacada la labor de acompañamiento que han llevado a cabo los medios, «al poner el micrófono en lugares donde no llegaban las excavadoras», como puso de manifiesto la presidenta de los periodistas madrileños en el I Foro Manuel de Unciti. No vale el me han dicho o me he enterado para lanzar lo primero que se le ocurre a uno, sino el rigor en la verificación de lo que ha sucedido. Frente a los que esparcen mentiras, desinformación y odio, está la imparcialidad, la independencia y los criterios éticos que un día nos enseñaron como imprescindibles. Y eso no puede ser pisoteado por mequetrefes y pinchaúvas.