Me precio de ser uno de los pocos opinadores que ha venido evitando hasta el momento generalizar el despectivo calificativo de ultraderecha o extrema derecha al referirme a Vox. No me parece que ser muy de derechas sea incompatible con los valores democráticos, como, por otra parte, tampoco lo sería necesariamente el ser muy de izquierdas. Cosa distinta es alinearse con opciones antisistema, violentas o que, abiertamente, proclamen consignas contrarias a nuestra convivencia y a los derechos amparados en nuestra Constitución.
Dicho esto, la deriva de Vox en Balears me obliga a puntualizar que, más que un volantazo hacia la extrema derecha, los últimos movimientos de su dirigencia ponen de manifiesto una inexplicable pérdida colectiva de juicio.
Si la cacareada pretensión inicial de los firmantes del pacto programático con el Partido Popular era impedir que la izquierda condicionara la gobernabilidad, dotando de estabilidad al ejecutivo, el relevo y asunción por parte de la exsocialista catalana Manuela Cañadas de la dirección del disminuido grupo parlamentario de Vox -tras las sucesivas purgas internas- ha derivado en una disparatada manera de conducirse y en un infantil intento de aprovecharse de un error humano en una votación para obtener un más que dudoso rédito político. Lo que realmente ha conseguido, sin embargo, Cañadas es escenificar un ridículo histórico, al tiempo que evidenciar que Vox ni es un socio leal y fiable, ni tiene propuesta política alguna más allá tratar de llamar desesperadamente la atención al precio que sea y sin pudor alguno.
Y, de paso, devuelve el pulso político a una izquierda balear que, tras las elecciones de 2023 y los últimos casos de corrupción destapados, se hallaba en estado catatónico, y que ni en sueños podía imaginar a estas alturas cobrar el protagonismo que les ha regalado la formación de Abascal gratis et amore.
Cañadas, además, siguiendo los postulados de su ‘mentor filológico’, Jorge Campos, mantiene públicamente una disparatada concepción de la lengua histórica propia de la Islas, que ella cree -las creencias son libres- que es «una mezcla de lemosín, valenciano y castellano». Sin embargo, la temeraria ignorancia de que hace gala en cuestiones lingüísticas no lleva a la lideresa de Vox, sorprendentemente, a tratar de preservar como la rareza de laboratorio que -según ella- sería el ‘balear’, sino a perseguirlo hasta su exterminio en las aulas por el solo hecho de que los demás ciudadanos y la ley nos empeñemos en llamarlo catalán, aunque en cada una de las islas lo sigamos denominando con el apelativo del habla propia: mallorquí, menorquí o eivissenc. Las majaderías no son delito, pero retratan a sus emisores.
Lo de Vox con el catalán trasciende a la política y entra en el terreno parapsiquiátrico de la obsesión compulsiva. Quienes no usan jamás la lengua propia nos imparten gratuitas lecciones de filología de barra de bar, porque saben que el anticatalanismo tiene su público entre los votantes de Balears.
Marga Prohens hace santamente al apartarse de esta colección de impredecibles exaltados. Demasiada paciencia ha tenido con ellos. Ahora solo tiene que administrar su tiempo y si, por desgracia, la situación bloquea la gobernabilidad, convocar elecciones.