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En la construcción de estos nuevos estados que se nos van imponiendo -fuertes, duros, implacables- juega un papel crucial la indeterminación de los límites entre estado y sociedad. La confusión de intereses entre dos entidades de naturaleza tan distinta beneficia, sin duda, a quienes, momentáneamente, controlan al uno o a la otra. Incluso se refuerzan entre sí, consiguiendo alcanzar los objetivos más insospechados en cuanto a guerras, plagas, desastres, crimen organizado y demás. Por supuesto, hay un precio a pagar: ni las libertades individuales ni los sistemas democráticos -los realmente basados en el libre intercambio, el libre pensamiento, la libre expresión y la libre circulación- resultan inmunes al doble ataque de los ambiciosos al mando del estado y los fanáticos al timón de la sociedad.

Las verdaderas libertades, los derechos naturales y evidentes por sí mismos, que sí deben garantizarse al ser humano -la posibilidad de pensar, la capacidad de creer, crear o decidir- se desdibujan al mezclarse con cuestiones de paso, modas y mitos generacionales o lamentaciones de fariseos. Pierden sus dos principales categorías, la de eternos y la de inalienables.

Caminamos con paso decidido hacia la guerra y el desastre; hacia el control de nuestra nación por parte de lo que Albert Rivera (que, por lo visto, los conocía) calificó como una banda; hacia el absurdo legislativo que ha convertido a nuestras cámaras en almonedas de concesiones inviables y contrapuestas; hacia la militarización de nuestros países y el guirigay total en las instituciones europeas; hacia la completa desaparición de nuestra clase media propietaria, al menos, de su propio techo… A la desaparición, en definitiva, de todo un mundo tal y como lo conocíamos.

Y lo hacemos hablando de las noches locas de un aprendiz de seductor; de llevar a los tribunales a quien, estando ya en ellos, declara lo suyo; del acuerdo para llegar a un acuerdo, según lo acordado, entre la parte sindicalista del gobierno y los sindicatos; de extorsionar a grandes distribuidores a los que hemos permitido extorsionar a pequeños consumidores. Reclamando más y más -fondos, medios y autoridad- para ejercer mayor poder y saquear mejor las arcas de los particulares, grandes y pequeños.   

La democracia, tal y como la entendemos desde su recuperación en el siglo XVII, es de constitución frágil a pesar de las victorias que haya alcanzado. Necesita generosidad, cuidado y respeto: necesita nuestra convicción. No solo se alimenta de las más adecuadas demostraciones de acatamiento: solicita complicidad y credibilidad. Exige nuestra confianza y nuestra fe. Y nada de esto está recibiendo por parte de nuestras instituciones ni de nuestra ciudadanía.

Si la democracia fuese una diosa clásica, no dudaría en castigarnos con plagas, asaltos y desastres. Pero como, la pobre, no es más que una convención -un acuerdo alcanzado entre todos nosotros- un día dará un portazo y no volverá.