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La tragedia de Valencia es la crónica de una catástrofe largamente anunciada agravada por la ineptitud de un gobierno autonómico. No es la primera vez que se produce una situación devastadora similar, recordemos las recientes inundaciones de Polonia y otros países de Europa central, las de Menorca de agosto o las de Libia de 2023. El origen de todas estas inundaciones está en la anormal temperatura elevada del Mediterráneo que posibilita una mayor humedad y un aire más cálido que, en contacto con masas de aire frío, provocan precipitaciones mucho más elevadas que en anteriores episodios de gota fría. El mar cálido recargado de energía extra sirve entonces de combustible a los fenómenos atmosféricos volviéndolos más extremos y destructivos. No estamos por tanto ante una DANA normal con una afectación limitada a una zona determinada, sino ante una super DANA, lo que algunos científicos llaman un tren de tormentas o un tren de temporales, provocado por el cambio climático, con alcance de varios cientos de kilómetros y una destrucción enorme que en el caso de Valencia ha supuesto desgraciadamente cientos de muertos.

Es una catástrofe anunciada porque hace ya mucho tiempo que desde el mundo científico se viene alertando de la emergencia climática que nos asola de forma recurrente. El año próximo hará diez años de la firma del Acuerdo de París por la que se advertía de no sobrepasar los 2ºC -y preferiblemente 1,5ºC- de temperatura media global desde el inicio de la era industrial so pena de entrar en un escenario en el que los cambios en la articulación del clima podían alterar sustancialmente las condiciones de la vida en el planeta. Desde entonces las emisiones de dióxido de carbono, metano y otros gases de efecto invernadero no han dejado de crecer lo que ha puesto en entredicho las decisiones globales tomadas y poniendo en evidencia a gobiernos e instituciones internacionales incapaces de poner límites reales a los responsables directos de este despropósito ambiental que no son otros que las petroleras, las químicas, las eléctricas, la agroindustria entre otras empresas del gran capital más preocupadas por su cuenta de resultados que por el bienestar social y ambiental de la población. Esto da para pensar que o bien estos dirigentes no entienden lo que está ocurriendo o bien que son cómplices de la acción homicida y biocida de los directivos y accionistas de estas empresas.

El desastre de Valencia no será el último. Le ha tocado ahora a Valencia, pero volverá a suceder en cualquier otro lugar. Estamos viendo en directo lo que está sucediendo en gran parte del planeta. Incendios pavorosos, sequías aterradoras, inundaciones bíblicas, huracanes apocalípticos se repiten cada poco con una virulencia extrema sin que se deje de quemar más combustibles fósiles y sin que se deje de dar subvenciones a las petroleras que supusieron en 2022 más de 6 billones de euros en el conjunto global según datos del FMI.

Las consecuencias son devastadoras para la población, pero especialmente para la más vulnerable, la de condiciones de vida más precarias. Por ello es indispensable tomar conciencia como sociedad de la crisis ecosocial en la que ya estamos viviendo y exigir a los gobiernos que actúen con celeridad poniendo freno a este sinsentido consumista que nos lleva directos al precipicio e impulsando medidas de adaptación a un cambio climático que es ya una realidad palpable. Entre el 11 y el 22 de noviembre se celebra en Azerbaiyán la COP29, una nueva Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Hay pocas expectativas de lograr grandes avances, empezando porque el país anfitrión basa su economía en el petróleo, como ya ocurrió el año pasado en Dubái, pero sobre todo porque tratan de plantearse soluciones desde el mercado, como los llamados mercados de carbono, en los que se intercambian emisiones entre países más contaminantes y menos contaminantes, pero sin reducirlas y por supuesto sin plantear el cambio de modelo socioeconómico en el que vivimos. Porque el problema está ahí, en el modelo de producción y consumo basado en los combustibles fósiles, en la esquilmación de los recursos naturales y en la destrucción de la biodiversidad. Este debería ser el eje central del debate y no los mercadeos de emisiones para no cambiar nada. Los científicos no se cansan de repetir que hay que pensar en otra manera de producir, otra manera de consumir y en relación con estos episodios trágicos, otra manera de planificar urbanísticamente, por ejemplo, en barrancos, cauces de ríos y zonas inundables, eliminando todo aquello que impida el paso del agua. En definitiva, lo que hay que plantear es otra manera de vivir.