Dantesco, devastador, horrible, catastrófico, destructor... No había adjetivos con suficiente fuerza narrativa en las crónicas de los periodistas que ayer informaban in situ para transmitir el alcance y explicar el impacto de la peor gota fría del siglo en España. Las imágenes eran tan expresivas que, por sí mismas, constituían el relato del drama.
Podías dejar el televisor sin sonido porque la brutalidad de la tragedia, tan elocuente como lacerante, comunicaba hasta dolerte, con el rostro demudado de los reporteros que vivían, vulnerables, la muerte de tantas personas arrastradas y engullidas por la virulencia del agua.
Los registros de 500 litros caídos en ocho horas constituyen la anatomía de una borrasca sin precedentes que deja un reguero de desolación y ruina. Una gota fría cuyas lluvias torrenciales amplificaban los barrancos y los torrentes hasta hallar, kilómetros más abajo, pero ya demasiado lejos, la salida natural al mar. Queda aún mucho por explicar de este desastre natural que nos interpela a todos al situarnos ante el fenómeno inapelable del cambio climático, provocado a diario por la acción humana. «Ya no es una advertencia de futuro, sino una realidad que se manifiesta en fenómenos extremos, cada vez más recurrentes e intensos, como esta DANA», subrayó ayer la meteoróloga Mar Gómez.
¿Y por qué estos eventos se han convertido en tan habituales y de una intensidad tan desmesurada que nos asustan? Son el resultado del aumento de las temperaturas del planeta. El clima nos interroga y nos habla en voz alta cuando emite señales rotundas en forma de catástrofes como la que asola Valencia.
Todo se reduce a una única pregunta: ¿estamos dispuestos a escuchar estas advertencias y actuar en consecuencia? Llegamos tarde, porque el cambio ya es irreversible para nuestra y las siguientes generaciones. La ONU nos advirtió en 2021 que se acababa el tiempo para evitar un calentamiento catastrófico. Se avecinan otras alertas rojas.