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¿Quién reparó el daño al Honorable agustino Juan Luis de León? 5 años le tuvieron preso en una cárcel de Valladolid, su pecado: haber traducido a la lengua castellana «El Cantar de los cantares». Fue condenado por envidia.    Al cabo de ese amargo lustro, se le declaró inocente y volvió a la Universidad de Salamanca; cuando todos los presentes esperaban una larga disertación, solo dijo «como decíamos ayer».

¿Han visto ustedes la película de Pilar Miró «El crimen de Cuenca»? Brillante y oportuno alegato cinematográfico de lo indecente y cruel que puede llegar a ser lo de obtener pruebas judiciales mediante la aplicación de la tortura. Dos pobres desgraciados fueron torturados atrozmente a tal extremo que terminaron por confesar un crimen que no habían cometido y un Tribunal los metió en la cárcel, hasta que un día, aquel pastor que presuntamente habían «asesinado» aquellos dos desventurados, volvió al pueblo del que se había ausentado sin decírselo a nadie ¿Alguien restituyó el tiempo que estuvieron en la cárcel? ¿Quién les restituye las palizas que les dieron y las atroces torturas que les aplicaron? ¿Quién restituye una honra mancillada por un falso asesinato? ¿Quién restituye el dolor de la familia? No hay dinero suficiente en el mundo para pagar todo esto. No hace falta ponerle acento emocional a esta mínima muestra de una errónea aplicación de la justicia que no debería ocasionar «daños colaterales».

Los casos de graves errores judiciales no son desgraciadamente raros. Presten atención al siguiente caso: en El País del 27 de septiembre, pág. 9, un titular me dejó atónito «declarado inocente el japonés que pasó 45 años en el corredor la    muerte». Se trata de Iwao Hakamada: este pobre hombre fue sometido a durísimos interrogatorios de 12 horas diarias durante 23 días, ahora, la justicia japonesa (a buenas horas) ha reconocido que la concesión de culpabilidad fue provocada bajo «sufrimiento mental y físico». Efectivamente Hakamada acabó por confesar unos crímenes que no había cometido. Las pruebas de culpabilidad fueron «fabricadas» por los investigadores, así también lo veía uno de los tres jueces que le condenaron. El caso de Hakamada me retrotrae al crimen de Cuenca y a lo que dijo Francisco de Quevedo y Villegas de lo que para él era un mal juez (1580-1645).

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Estoy seguro que los malos jueces son afortunadamente escasos pero no tanto que se puedan calificar de inéditos ¿Recuerdan el caso de Wanninkhof? Estuvo muchos meses en la cárcel siendo inocente, a lo que hay que añadir el daño moral que fue enorme.

Imaginen a esos desventurados, que siendo tan inocentes como un recién nacido, han sido en este mundo de los errores y los horrores, condenados a ser pasados por las armas, ahorcados, gaseados o ejecutados. Soy perfectamente consciente que el trabajo de un juez no es fácil, sé que errar es humano, al igual que sé que no deben arrancarse confesiones de culpabilidad bajo tortura, debería bastarnos con recordar «El crimen de Cuenca», y menos se debe aún, lo de preparar pruebas falsas, como hicieron con Hakamada, un hombre que tiene ahora 88 años, de los que ha pasado 45 en el corredor de la muerte.   

Todos estos mínimos hechos que acabo de relatarles, debería de hacernos pensar, en mi caso, que quieren que les diga, yo prefiero que un criminal esté suelto a que un inocente esté en la cárcel.

«Un error judicial se produce cuando una decisión judicial resulta ser incorrecta, ya sea porque un Tribunal condena a una persona inocente o absuelve a un culpable». Las consecuencias de un error judicial pueden ser devastadoras.