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Según Soren Kierkegaard el «yo» es el espíritu, y lo que nosotros llamamos el «yo» es un sucedáneo. O sea, la diferencia entre uno y otro es como la del oro y el latón. Y asevera a continuación el filósofo danés que en cada uno de los actos que acometemos pasamos nuestro ego de latón por el del espíritu, posibilitando desde un chapado áureo de calidad hasta un doradillo engañoso o lo dejamos tal como está, con más herrumbre todavía, por ignorarlo.

Nuestro mecanismo sentimentológico no para, funciona a todas horas, ininterrumpidamente. Ambos «yo» trabajan a destajo. El espiritual, de todos modos, permanece siempre pasivo, solo altera el latido según la calidad de los actos, si son áureos relajadamente y si son herrumbrosos se contrae. Nosotros, sin embargo, solo percibimos sus satisfacciones mientras las contracciones quedan encubiertas por el falaz gozo terrenal y apenas nos incomodan.

El lamento del espíritu es incluso inexistente en la infancia, un eco alejado, vibratorio, al que sustituyen, como digo, las complacencias exteriores. Luego, tras la segunda y la tercera juventud, una vez resueltos los embarazos, algunos espacios, desiertos, son invadidos por el espíritu, cual okupa, sintonizándose sus latidos con algo más de nitidez.

Su irrupción definitiva se manifiesta, aunque siempre de un modo solapado, en el inicio de la senectud, a través de sentimientos abstractos que indican un descenso de la calidad vital. Sin embargo, el socavón se achaca a uno de los tantos cambios psicofísicos que conlleva nuestra evolución, esta vez acrecentado por la edad, pero en absoluto se implica al espíritu como causa principal o secundaria del declive.

Se suele continuar con la misma parsimonia de siempre, a pesar de persistir el tambaleo. Si acaso nos esforzamos en modificar las rutinas que lastran el cuerpo para mejorar y prolongar algo más la vida, como si el espíritu también maltratado por los años no tuviera necesidad asimismo de cuidados intensivos. Serán sin duda precisos ejercicios gimnásticos para desentumecer el organismo, pero también serán precisos ejercicios espirituales.

Por ejercicios espirituales se entiende desvelar la procedencia de estas corrientes que desmejoran a uno, y de algún modo no nos permiten estar en paz. ¡Que menos para un animal racional que preocuparse por sus propios asuntos! La meditación nos indicará de manera incontestable que nuestros hábitos, nuestras querencias y nuestro carácter deben remodelarse, algo que por cierto no desconocemos, una ventaja por no tener que adentrarnos en consideraciones microscópicas para extraer el verdadero valor bisutero o áureo de nuestros actos.