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Antes de afrontar la duración del humor, debemos especificar qué entendemos aquí por humor. No el talante, condición o estado de ánimo (estar o no estar de humor para algo), pues hemos conocido gente a la que tales estados de ánimo no le duraban ni cinco minutos, y podían cambiar de condición anímica veinte veces al día según las emociones del momento, sino el humor en tanto que gracia, diversión, humorismo, ironía, bromas y fuente de risas, ya por no llorar ya porque el chiste es muy bueno. El sentido del humor, en fin, que exige no tomarse en serio las cosas, y menos a uno mismo. ¿Y cuánto dura ese humor?

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Ah, esa es la cuestión, porque el humor, tan necesario como tener brazos y piernas, es un músculo, está hecho de carne mortal (el humorismo espiritual, si existe, no tiene gracia), y con el tiempo se desgasta, se degrada y se ablanda igual que la panza de un octogenario, además de sufrir lesiones como los isquiotibiales de los futbolistas. Hasta los mejores humoristas pueden perder de pronto el sentido de humor, por lo que si bien aún es cierto que el que ríe el último ríe mejor, tampoco conviene esperar demasiado, y aprovechar cualquier ocasión para desternillarse. Nunca se sabe. El humor dura lo que dura, y desaparece cuando más falta nos hace.

Envejece mal. Vean a Gógol, humorista excepcional, que no solo perdió la gracia, sino que lamentaba haber sido tan divertido, y su epitafio reza «Se reirán de mis amargas palabras». A Celine también le pasó, y sus posteriores escritos son pataletas. «Vuelve a ser gracioso, Ferdinand», le rogaban sus amigos. Y no, no había manera. Le daba rabia haber sido gracioso. Sin llegar a tanto, a los viejos cómicos (Woody Allen, Chaplin, nuestro premiado Almodóvar), con el tiempo se les sube a la cabeza su importancia, quieren ser más respetables, se vuelven serios, trascendentes, autobiográficos. Se crecen tanto que pierden la gracia, ya no nos reímos nada. Algunos no, algunos aguantan hasta el final a mandíbula batiente, como Chesterton, Moliere o Twain, pero no es frecuente. Fíjense lo lúgubres que acabaron el Gordo y el Flaco. La seriedad siempre acecha. Por si acaso, mejor reírse a tiempo de la duración de las cosas.