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Hace casi un año se produjo un salvaje ataque del grupo palestino Hamás contra ciudadanos de Israel que, de entrada, se saldó con mil doscientos muertos y unos doscientos cincuenta rehenes. Muchos de estos han perecido en el tiempo transcurrido, un centenar continúan en cautividad y sólo un número exiguo ha podido regresar al lugar de origen con sus familiares, traumatizados por la experiencia vivida, pero sin poderse creer que han salvado la vida.

La respuesta de las autoridades israelíes no ha sido menos brutal, porque en su afán de acabar con los terroristas han llevado a cabo bombardeos masivos sobre la población civil. Estas acometidas se han saldado con decenas de miles de muertos, centenares de miles de heridos y una destrucción desmesurada de toda clase de construcciones, lo que ha mantenido a la población en un trasiego permanente, porque no sabía a dónde tenía que irse, en muchas ocasiones a encontrarse con la muerte unos kilómetros más allá, en el lugar al que les habían ordenado que se desplazaran. El balance no puede ser más atroz y, pese a las negociaciones, no tiene visos de concluir.

Se suceden las condenas a Israel, de la misma manera que la opinión pública asistió con horror a la acción terrorista que desencadenó la tragedia. Pero ese rechazo no parece importar a los dirigentes judíos. Su política de tierra quemada no es sino continuación de una antigua y constante provocación a los palestinos, que se remonta al tiempo en que se constituyó el Estado de Israel. Los acuerdos de entonces y los que han ido llegando con el paso del tiempo no han sido respetados, porque no los aceptan de buena fe: lo que buscan es ir arañando tierra, aunque sea metro a metro, empujando a los adversarios hacia un arrinconamiento físico y forzando una salida desesperada que reduzca su volumen (mientras la propia población crecía a ojos vistas por la llegada masiva de correligionarios y por un crecimiento acelerado de las familias).

Está suficientemente documentada la acción hostil de los colonos judíos que se hallan en los límites de su territorio. El expandir sus cultivos y levantar asentamientos ilegales, el proceder al robo de ganado y arrebatarles los frutos de sus árboles, asustar a los agricultores y ganaderos con ataques sorpresivos que en ocasiones producían incendios y hasta muertes ha sido una táctica premeditada y desmoralizadora. De nada servían las denuncias, porque policías y militares no las tomaban en consideración y las supuestas investigaciones emprendidas se prolongaban en el tiempo y al final quedaban en nada.

Está constatada una violencia sistémica que no se detiene ante lo que debería resultar equitativo, sino que se prolonga de una manera que debe de resultar descorazonadora para los que la sufren. En el año que ha transcurrido todavía se ha incrementado con más ímpetu, porque ahora parece que vale todo. Ya no hablamos de la acción militar emprendida para acabar con el terrorismo de Hamás, sin caer en la cuenta de que la ferocidad inmisericorde no tiene capacidad de eliminarlo, sino al contrario, lo espolea todavía más y por tanto lo perpetua. ¿Alguien puede creer que matar niños a miles cosecha la solidaridad de la opinión pública? Israel tiene derecho a defenderse, pero no a engañarnos, soliviantando a un pueblo para que se rebele y entonces machacarlo.

Ese camino no lleva a ninguna parte. La imagen de días pasados por la que extremistas judíos arremeten contra los camiones que acercan alimentos y medicinas a los palestinos o malbaratan y pulverizan la carga para que no llegue a una población hambrienta y desatendida es el último arrebato conocido, francamente abominable.