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Supongo que al menos hay dos clases de cataratas: los saltos de agua que surgen en la cima de algún acantilado; bien debido a los deshielos o a las lluvias torrenciales, y que conforman un paisaje muy atractivo…y no sé por qué se llama también catarata a la opacidad del cristalino, que nos produce una visión borrosa, que normalmente se soluciona con una operación sencilla, cambiando nuestro cristalino por otro artificial. Pero pese a la sencillez de la operación, el posoperatorio es algo más molesto; no puedes agachar la cabeza, debes evitar salir a la calle en las horas de sol fuerte. No puedes coger peso, ni conducir… ni nadar, cosa que en pleno mes de agosto resulta bastante complicado. Tienes que estar siempre pendiente de hidratar tus ojos con dos clases de gotas, varias veces al día; no sufres dolor, pero sí una molestia continua en tu ojo operado.

Parece ser que se llama catarata a esta enfermedad ocular, desde los tiempos de los griegos, que ya la conocían; se sabía que era un síntoma de vejez. La verdad es que al día siguiente de la operación te das cuenta de que todo se ha vuelto repentinamente mucho más claro; que vuelves a reconocer a las personas por la calle, etc. Sin duda vale la pena someterte a los designios del oculista, que te aconseja «cortar por lo sano», para acabar con el problema.

Esta es pues, para mí, una prueba más de que me he vuelto una persona mayor, cuya única ventaja es que eres un poco más sabia que las personas jóvenes. Aunque de poco te sirve esta supuesta sabiduría cuando nadie te hace caso; por desgracia no acostumbran a valorar nuestra experiencia de vida; los jóvenes prefieren darse sus propios «tortazos» que aprender de nosotros. A mi edad recuerdo cada vez mejor los consejos y palabras de mis mayores. Y estos días apareció en mi mente una palabra que mi madre usaba mucho: «Eso se te ha ido a la ‘pamparrusca’»; me lo decía cuando, por ejemplo, al coser a máquina se me torcía la costura. Me encanta recordarla.