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Entre hacer vivac, durmiendo a la intemperie en el monte o una playa, en contacto con la naturaleza, y hacerlo en un banco o colgando una hamaca entre dos árboles de un parque urbano hay una gran diferencia. Lo primero normalmente se trata de una experiencia gratificante, e incluso de aprendizaje y compañerismo como sucede con los jóvenes escoltas que pernoctan al raso, avisando de ello a las autoridades competentes; lo segundo ha sido toda la vida estar tirado sin más, llamemos a las cosas por su nombre; no valen aquí eufemismos como el turista low cost o «vamos a contar estrellas» desde un muelle en el puerto de Maó o la plaza de Es Pins de Ciutadella. Eso es algo que se cuidarían mucho de hacer en su lugar de origen porque seguramente tendría consecuencias, pero que en Menorca practican sin problema. Da igual que a las ocho de la mañana la señora que pasea el perro o va a la oficina alucine viendo a alguien acurrucado junto a una papelera, no es un indigente, que podría ser, sino un turista que ‘menorquea’, nueva definición de recorrer la isla a coste mínimo, confundiéndolo todo: aquí afortunadamente queda naturaleza para disfrutar pero no estamos asilvestrados, hay normas, estén o no recogidas en una ordenanza.

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Este verano aumentan las quejas de ciudadanos que, con fotografías, denuncian el uso de la vía pública por gente que pernocta; pero todo, siempre, es susceptible de empeorar; hay quien ni en casa está a salvo porque se ha encontrado con dormilones en su patio. Es posible que la familia al completo, convertida en anfitriona involuntaria, se una a la filas de la turismofobia. El visitante normalito está en declive. O son cada vez más ricos y expulsan a los residentes hasta de los bares de antes, ahora con pizarras cool para anunciar que un pincho de tortilla de patatas eleva su precio a categoría gourmet, o nos llegan los que cargan en el súper y se tiran a vivaquear donde les atrapa Morfeo. ¿Un término medio sería mucho pedir?