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En diciembre de 2009 Felipe de Borbón, entonces príncipe de Asturias, supo que un menorquín, Juan Ignacio Balada Llabrés, había nombrado herederos de su opulento patrimonio a varios miembros de la familia real.

Nunca antes había oído hablar ni nadie le había mencionado la existencia del hijo de la farmacéutica Catalina Llabrés, ‘la senyora Nina’, y el valenciano Ramón Balada Matamoros que regentaba una fábrica de hielo y proyectaba las películas en el Casino 17 de Gener. El hoy rey y jefe del Estado nunca llegó a conocer a Juan Ignacio Balada.

De ahí que en La Zarzuela se recibió con tanta sorpresa como extrañeza aquel singular testamento que otorgaba el ‘legado Balada’ en un 50 por cien a los Príncipes de Asturias y a los ocho nietos de los hoy reyes eméritos, don Juan Carlos y doña Sofía; y el otro 50 por cien debía destinarse a constituir una fundación de ‘interés general’.

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Las excepcionales e insólitas últimas voluntades de aquel hombre, interesado en la cábala, la masonería y el esoterismo, que falleció soltero en Ciutadella a los 69 años, motivaron una gran controversia entre los abogados del departamento de asuntos jurídicos de la Casa Real.

Surgieron muchas dudas, entre otros motivos porque no existía un precedente similar. ¿Tenía que aceptar la familia real española los bienes de un desconocido?, y, la gran pregunta que sigue aún sin respuesta del ‘enigma Balada’: ¿por qué este menorquín anónimo les designó herederos? La decisión final se adoptó tras muchas consultas y después de conocer la cuantía de la herencia, que fue tasada en enero de 2010 en 10,6 millones de euros. Y lo más inverosímil, pero claramente ordenado: en caso de que los herederos renunciasen, todos los bienes de Juan Ignacio pasarían al Estado de Israel. 10,6 millones.

Quince años después, Felipe VI se sigue preguntando quién era Balada Llabrés y por qué dictó unas inauditas disposiciones que le vinculan para siempre a través de la Fundación Hesperia.