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Vivimos tiempos en los que nadie quiere estar en su casa, todo el mundo aborrece la soledad y, además, hay que hacerlo todo con mucha agitación, ruido y molestias. Me temo que son efectos colaterales de los meses de encierro de la pandemia. Está de moda el mogollón.

Convocan una carrera popular y en un momentito se apuntan dos mil personas; intentas recorrer con calma las carreteras secundarias de la Isla y te topas con cientos de ciclistas; encontrar una silla vacía en una terraza del centro es misión imposible y si pretendes ir a la playa, olvídate. Pero nada como los conciertos. Siempre han sido ruidosos, pero ahora es la locura. Hasta los niños se apuntan, aunque haya que pagar dinerales. No es otra cosa que negocio, masivo, enloquecedor, pero nadie quiere quedarse fuera.

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En Almería han montado un recinto para ofrecer conciertos y se han llevado una desagradable sorpresa. Resulta que el lugar está al lado de la Estación Experimental de Zonas Áridas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, una reserva de animales salvajes donde se protege de la extinción a ungulados procedentes del Sáhara. En estas semanas tienen su época de cría y los veterinarios ya habían advertido que el ruido de la música a todo volumen y la agitación que provocan miles de asistentes a los eventos podrían tener consecuencias fatales para los ejemplares.

Por desgracia, así ha sido. Cuatro gacelas, dos de ellas recién nacidas y una a punto de parir, además de un arruí también en proceso de gestación, murieron víctimas del estrés extremo al que fueron sometidas. No sé si son bichos excesivamente sensibles, pero seguro que a los humanos todo eso tampoco nos beneficia en nada.