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El Consell actual se ha encontrado con un contrato de recogida selectiva de residuos que firmaron sus antecesores y que ahora tiene que cumplir. Un contrato por ocho años que de momento se aplica en su totalidad en Es Castell y está parcialmente implantado en Maó, donde quedan pendientes barrios densamente poblados como Avenida Menorca, Andrea Doria y Ses Vinyes. La actitud ciudadana en general ha sido de aceptación, no queda otra, ya que la recogida selectiva conlleva la desaparición de los contenedores que había en las calles. Ese es uno de los puntos controvertidos del sistema, porque da coartada a los guarros que se deshacen de bolsas en cualquier camino o esquina, o junto a una papelera, cuando esa no es su función. También alienta el llamado turismo de basuras y dificulta el civismo de quienes recogen la porquería ajena o quieren depositar su propia bolsa cuando hay un fallo y no la recogen los operarios.

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Pero lo que verdaderamente se ha convertido en una piedra en el zapato de los responsables de medio ambiente es el movimiento ciudadano que agrupa un descontento variopinto en torno a la cuestión de la invasión de la intimidad y los datos personales en los cubos que proporciona el Consorcio. El microchip que incorporan tiene la función de registrar las incidencias en el circuito de las basuras que, recordemos, una vez salen de casa entran en una cadena de gestión administrativa y dejan de ser una propiedad privada, pierden la inviolabilidad del domicilio.

En algunas autonomías revueltas vecinales similares han generado amonestaciones de las agencias de protección de datos a las administraciones. El grupo contra esos cubos codificados, Solo Menorca, muy activo en redes, dio esta semana una charla en Ferreries sobre este contrato de basuras. No es menospreciable ese descontento, es una mecha que si prende añade dudas y pone en riesgo que el actual modelo de recogida siga extendiéndose en los municipios que aún faltan.