Hace apenas veinte años millones de personas salimos a la calle para gritar «¡No a la guerra!» y las mentiras con las que nos intentaron engañar culpando a ETA del 11-M cayeron en saco roto porque no nos las creímos. Aún no hace quince un movimiento como el 15-M fue capaz de ilusionarnos y unirnos a muchas y a muchos al grito de «¡No nos representan!».
Hoy, cuando vemos en nuestras televisiones asesinar a miles de palestinos inocentes, somos muchos menos los que salimos a las calles para exigir el fin de este genocidio; hoy, cuando cada día son más y más burdas las mentiras, parece que nos las creemos o cuando menos las aceptamos bajo el mantra de «todos los políticos son iguales»; hoy, cuando el 15-M ha saltado hecho trizas por el brutal acoso que ha sufrido y las vergonzosas divisiones internas que todo lo pudren, es un movimiento que ya no ilusiona y mucho menos une.
¿Y qué ha ocurrido mientras tanto? Que la extrema derecha con Vox, LFSA y parte del PP del que todos esos partidos racistas, aporófobos y xenófobos nacieron, ha ido creciendo de forma cada vez más alarmante e imparable. Y no es un hecho aislado o exclusivo de nuestro país, ahí están los resultados de las europeas en Italia, Francia o Alemania y los más recientes de las legislativas francesas. ¿Cómo es posible que un país que luchó contra el nazismo como Francia vote masivamente ahora a sus herederos? ¿Qué ha ocurrido para que los neonazis resurjan en Alemania o los neofascistas en Italia?
Cada vez tengo más la impresión de que quienes nos quedamos en los ideales de la defensa de la justicia y la libertad para todos, de la defensa de los derechos humanos o la lucha por la igualdad somos en este terrorífico y cruel mundo de hoy los últimos mohicanos, una especie en extinción devorada por un sistema que es capaz de destruirse a sí mismo con tal de obtener beneficios a corto plazo; un sistema que niega el cambio climático y la hecatombe que se nos avecina con ese negacionismo con tal de no perder sus pingües ganancias; un sistema que hace negocio con el genocidio del pueblo palestino; un sistema que idiotiza a la masa no ya con pan y circo, sino con migas de pan y fútbol sempiterno; un sistema que criminaliza la cultura y la crítica para ensalzar el individualismo y el aborregamiento; un sistema que persigue al feminismo al grito de «¡Igualdad!»; un sistema que cercena los derechos públicos gritando «¡Libertad!»; un sistema que, al fin, ha conseguido el sueño que tuvo todo esclavista: que sus esclavos no se rebelen porque se creen libres.