Por el capítulo LXXII de la segunda parte del «Quijote» («De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea»), se puede leer como Quijano vuelve derrotado por el caballero de la Blanca Luna en las esplendentes arenas de la playa de la Barceloneta, probablemente una noche de san Juan... A punto de llegar a su aldea, en una posada, se encuentra con don Álvaro Tarfe, que es uno de los personajes de la competencia, surgido del Quijote de Avellaneda, y que Cervantes, con interpuesto notario que dio certeza, mete en su obra.
El caso es que, al oír su nombre, don Quijote, el cervantino, se encara con él. Don Álvaro, tutor del otro, le explica que se dirige a su patria, Granada. «¡Y buena patria!», exclama don Quijote. Aunque el que alaba en realidad es Cervantes, quien, a diferencia de su personaje, sí había estado en Granada como cobrador de la agencia tributaria de entonces…
De lo mucho que vio el lector en la antigua capital nazarí de las tres culturas, entresaca como síntesis alegórica los maravillosos versos esculpidos en un muro de los Jardines de los Adarves. «Dale limosna, mujer / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada», debidos al poeta mexicano Francisco de Icaza, que los dedicó a la ciudad natal de su esposa. La malograda Carmen Díez de Rivera, menorquina adoptiva, fue nieta materna del citado poeta. El mundo es un pañuelo. Otro día, si lo toleran, quizás les hable de Córdoba…