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Gustaba a George Steiner, filósofo crítico de la literatura, hacer referencia a dos noches primaverales de la historia a las que consideraba decisivas a la hora de entender la civilización occidental: la de la primavera del año 416 aC y la del año 3732 del calendario judío. Se refería a la reunión que tuvo lugar en casa de Agatón, en Atenas, la del Banquete de Platón, en la que se pronunciaron los famosos discursos sobre eros, referidos a la fuerza preciosa del deseo de cuerpos, de hábitos, de ciencia y de belleza; y se refería, también, a la Última Cena, en el cenáculo de Jerusalén, pergeñada por Jesús de Nazaret como ágape fraterno ofrecido a sus amigos más cercanos a quienes como signo de amor servicial les lavó los pies antes de entregar la vida en el monte de las calaveras.

Ni el término griego eros es lascivia ni el término griego ágape, bulimia; los dos son algo más, superior. Es larga la tradición de unir Sócrates y Jesús. Ninguno de los dos fue superficial, ambos pagaron el precio de su profundidad. Claro que hay matices y diferencias: Sócrates enseñó a Europa la libertad de pensamiento y Jesús insistió en la dignidad de toda persona, pero ambas enseñanzas son oro. Salvador de Madariaga, diplomático y escritor, fallecido en 1978, advirtió: «Nunca envenenes a Sócrates y nunca crucifiques a Cristo».