Hasta la fecha no había aportado a esta columna crónicas de viaje, pero esta vez escribo desde un lugar tan especial que me han entrado ganas de comentar algunos aspectos de este inusual escenario que está llamando tan poderosamente mi atención.
La primera ventaja (y no es moco de pavo) que encuentro al llegar aquí es lo lejos que queda el Congreso de los Diputados. Hasta el Himalaya no llega el (iba a decir hedor, pero me voy a cortar un poco) efluvio tóxico que emana de esa onerosa cámara venida a menos, y de sus no menos dilapidadores vecinos del Palacio de la Moncloa.
Los dos primeros días de mi estancia en Timbu, capital del «reino de la felicidad», me llevo la impresión de que estas gentes viven en una distopía. Baso mi inquietante presentimiento en el hecho de que todo turista está obligado a tener un guía durante su estancia en el país. Esto suena a Corea del Norte ciertamente. Por otra parte, el guía que me han asignado no deja de entonar loas a favor de la familia real butanesa (extendiendo su pasión a varias generaciones pretéritas). A más a más, fotografías en gran formato de los reyes aparecen por todas partes, carreteras, templos, fortalezas, monasterios… La verdad es que no son feos. Podéis cotillear en google y comprobaréis que la pareja deja atrás en glamour (y ya es decir) a nuestros amados Felipe/Leticia, pero esto no justifica que tanto guías como managers de los hoteles (y posiblemente los taxistas) se refieran, cuando hablan de ello, a «su majestad el rey». En España lo de «su majestad» se escucha en los telediarios, nunca en un taxi, donde sí podríamos oír «campechano, pichabrava» o cosas por el estilo. En fin, que esta idolatría tan generalizada me suena sospechosa.
Al cabo de algunos días viajando por el país, alejándonos de la capital, descubro en el campo algo distinto.
Hoy hemos hecho una cobra de libro al guía y hemos caminado por nuestra cuenta por una senda de belleza indescriptible hasta una aldea fuera de programa, donde no regiría el escaparate para guiris (de existir como técnica propagandística). En la aldea hemos visto campesinos pastoreando caballos y vacas, con cara de buen rollete, ayudándonos (uno de nosotros se torció el tobillo) con una amabilidad extrema; mujeres secando arroz frente a sus casas nada miserables, todo lo contrario, más bien una mezcla de granja en Gstaad y de caserío guipuzcoano, construidas con piedra y madera y decorado su exterior con un gusto primoroso. Niños alegres jugando a los dardos mientras sus padres (creo que hoy sería festivo) lanzaban flechas contra una diana en un ambiente de euforia (quizás hubieran bebido un aguardiente local muy fino: creo que es la costumbre cuando se tira con arco). En resumen, un panorama más utópico que distópico.
Soy de los que prefieren la libertad a la igualdad, pero por primera vez, viendo este país en el que intuyo que hay menos libertad que en el mío, veo como, incluso siendo una democracia de risa (de 80 parlamentarios, 40 los elige el rey), el dinero que sacan a los turistas (hay que pagar una pasta -200€ al día- solo en concepto de «estar» -tómese nota-) y el que consiguen con la venta de electricidad a la India, la tajada que probablemente separará el rey y sus ministros no impide que el pueblo viva de una forma más que digna. Creo que hay una política social muy potente.
Me dan no obstante pena los niños monjes (hay muchísimos), adoctrinados desde tan temprana edad, y en un ambiente monacal tan intenso que no les queda opción de reflexionar por si acaso todo eso que aprenden sobre reencarnaciones y otras verdades no sean más que patrañas. De acuerdo: a mí también me adoctrinaron con posibles patrañas de dudosa verosimilitud, pero yo luego iba a casa y jugaba con los amigos; la presión, siendo quizá algo coñazo, no era tan intensa, y de hecho la domesticación no funcionó con la inmensa mayoría de mis coetáneos.
En todo caso, Bután, sus monjes, sus monasterios, fortalezas y templos, sus campesinos, sus yaks, sus ríos, arrozales y caminos, cumbres y bosques, me dejan una caricia que seguramente recordaré para siempre.