Cuando muchachos, os resultaba difícil acatar órdenes ante la necesidad de reafirmar vuestra propia personalidad enfrente de las otras. Algo que se hacía por oposición. Años en los que padecíais esa insoslayable gripe denominada adolescencia. Si os proponían A (y aún a sabiendas de que esa opción era la correcta), vosotros, invariablemente, escogíais B. Y, cuando B, A. La paciencia de los padres era infinita y asedaba la impaciencia. Y el aguante de algunos profesores buenos. La serenidad de los adultos compensaba la ansiedad juvenil; el suave tono de voz, el griterío; la educación, el pronto zafio; el contenido, la banalidad; la solera, lo precario; el perdón, la ofensa; el amor sin medida, todo… Y así, a golpes de rebeldía e incontinencia, os ibais formando como individuos diferenciados. La escultura, una vez más, surgía del mármol a golpes de cincel que no eran sino actos de extrema ternura. Ya únicos, demostrado el criterio propio y la capacidad de actuar con libre albedrío, soterrada ya definitivamente la enfermedad vírica de los quince y de los dieciséis, volvías, sin embargo, curiosamente, atrás para recoger las cosas que despreciasteis, que negasteis, que rehusasteis, conscientes ahora de su valor… Se educaba con conocimiento y autoridad. Se educaba cada día. Con palabras. Con hechos. Pero, sobre todo, con ejemplaridad de vida… Y el diálogo paterno filial, eternamente repetido, sustentaba los pilares de una educación en valores… En ese añorado escenario los progenitores eran socorridos por los maestros, por la mayoría de los vecinos (que compartían con los padres importantes principios éticos), por la lectura (selectiva, lenta, reflexiva), por algunos programas (¡pocos!) de televisión (Estudio 1, La Clave…), por…
Contigo mismo
Instagram o la eterna adolescencia
21/09/21 0:14
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