No hace tanto tiempo la Justicia era el refugio de la democracia, al menos lo parecía, mientras el poder legislativo se iba transformando en un gallinero, y el ejecutivo iba perdiendo autoridad y prestigio.
La Justicia debía ser ciega para ser justa, pero se le ha caído el velo que le tapaba los ojos y los platos de la balanza se tambalean. Eso es debido a que la política se ha judicializado y la justicia se ha politizado. El Ejecutivo delega poderes y responsabilidad en el Judicial y los jueces tienen la tentación, obligada o voluntaria, de apostar por el gobierno de la judicatura. Entonces, por la puerta de delante o de atrás, la política infecta la gestión judicial. Otro virus. Por eso, por una cuestión de prestigio institucional, casi todas las candidaturas de los partidos incorporan a jueces... y a militares.
Hace años que cuestiones políticas esenciales las resuelven el Supremo y el Constitucional. El independetismo catalán es un ejemplo de la incapacidad política y de las malas consecuencias judiciales.
Ahora, con la pandemia pasa lo mismo. El Gobierno no ha querido prorrogar el estado de alarma para evitar más desgaste -le aterroriza que los ciudadanos asocien las restricciones con el PSOE y «la libertad» con el PP de Ayuso- y ha cedido a las autonomías la responsabilidad del control de la pandemia. Y les ha dado como herramienta los tribunales superiores de justicia y el recurso al Tribunal Supremo. Vamos a quemar los últimos barcos que se mantienen a flote en un sistema con demasiados naufragios, lo que da alas a los que trabajan por la demolición.
Precisamente la percepción de las injusticias por parte de los ciudadanos es lo que socava los cimientos. Ahora, que se apliquen normas y restricciones distintas en cada autonomía al margen de sus situación sanitaria es injusto e incomprensible. Aquí, con unos buenos datos, no se puede correr por la noche la Trail del Camí de Cavalls, cuando en media España celebran con excesiva alegría el primer fin de semana sin alarma.