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En uno de sus entrañables relatos, G.K. Chesterton pone en boca del Padre Brown, su sacerdote y detective, las siguientes palabras: «Lo bueno de los milagros es que, en ocasiones, ocurren…». Aunque, en el día de hoy, y pese a estar rodeados por ellos, poca gente cree en su existencia. Como tampoco en la santidad, ese concepto demodé con sabor a rancio y a sacristía… Y, sin embargo, tú la has descubierto en muchos… No te refieres -¡natural!- a esa caridad publicada que busca más el beneficio propio que el alivio ajeno y de la que, en este país, tenéis sobradas muestras y verdaderos expertos: desde el deportista de turno entregando a un niño enfermo una camiseta (¡Dios, qué alarde!), hasta la inefable Belén Esteban. Tampoco es la santidad en la que piensan los niños al ser preguntados y que se materializa en una imagen eternizada sobre una peana en una capilla tenebrosa. Te refieres a otra santidad, sencilla, real, silente, diaria, discreta, ejercida con humildad, la que brota de un corazón limpio que, amén de latir, es capaz de amar sin mesura, con una fuerza arrebatadora y, en ocasiones, casi suicida… Cuando quienes la ejercen mueren, rara vez son recordados. Tendrán que contentarse, probablemente, con una diminuta esquela o con un funeral que, jamás, será concelebrado…

A saber…

X era un alumno que cursaba primer curso de la ESO. Llegaba diariamente cabizbajo a clase, con una mochila raída en cuyo interior anidaba permanentemente la tristeza. Se dormía en clase y, con frecuencia, se había dejado su bocata en casa… Su higiene dejaba mucho que desear y sus patios consistían en mudarse en isla y permanecer como ajeno al mundo que le envolvía. Solo los viernes revivía, como si en ese día alguien le hubiera cambiado las pilas… El lunes, por su parte, venía arregladillo, aunque la melancolía había regresado, nuevamente, de su mano… Indagaste… X era hijo de padres separados y malavenidos. Los lunes, martes y miércoles el chaval vivía con su padre y los jueves y viernes con su madre. Era un orden estricto que no debía quebrarse. De hecho tenía terminantemente prohibidas las visitas cuando ‘no tocaba'… ¡Pero los sábados! Los sábados, aunque tronara, eran para el niño días de vívidas luces, porque era entonces cuando se trasladaba a casa de sus abuelos paternos, donde estos le aguardaban con ansia y con una querencia sin límites… Y el niño era entonces otro. Sus abuelos eran octogenarios, pobres, en su sentido estricto, pero se desvivían por su nieto. Y desvivir es un verbo aquí apropiado, porque consumían en el muchacho gran parte de la parca y frágil vida que les quedaba. El lunes, el chaval aparecía arregladillo, bien alimentado, cuidado, con el material en orden y los deberes hechos… Y, en su caso, las reuniones de padres eran, inevitablemente, las reuniones de abuelos…

Cuando Paco –el abuelo- la espichó, fuiste a su funeral y fuiste con un profundo dolor, porque eras consciente de lo que esa ausencia representaría para tu alumno y de que había partido, sin alardes fatuos, un santo y un santo de verdad…

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Como ese otro, médico de profesión, y cuyo nombre lamentas no recordar, que durante sus vacaciones se traslada al tercer mundo para, con una impresora en 3D, fabricar e implantar prótesis a quien las requiere…

Parafraseando a Machado: «Al fin, una.../ mató a Maradona y están/las campanas todo el día, / doblando por él: ¡din-dan! /(…)Alguien dirá: ¿Qué dejaste?/ Yo pregunto: ¿Qué llevaste/al mundo donde hoy estás?». Y desconozco la respuesta porque no sé en qué mejoró el mundo tras el paso del argentino. Pero sí sé, en cambio, el bien que hicieron esos abuelos y ese médico. Que se lo pregunten al niño triste de la mochila o a ese adolescente que, al fin, puede caminar por la sabana…

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P.S.- Estimado Pere: Me niego a darle la razón a Cernuda, a que muerte y olvido sean sinónimos. Te tendré siempre presente. Como tendré presente tu bondad, tu exquisitez en el trato, tu bonhomía y tu amistad. Por cierto, si lo ves, da un fuerte abrazo a Emili de mi parte…