Existen mínimos efectos rescatables que puedan derivarse del trágico paso del coronavirus, si consideramos que la pandemia se ha cobrado ya más de 27.000 víctimas reconocidas en España.
Entre esos aspectos están los gestos continuos de solidaridad bien entendida, la dedicación abnegada de profesionales de distintos ámbitos, especialmente los sanitarios, la normalidad con la que se ha acelerado la implantación del teletrabajo o el entusiasmo que provoca la lenta recuperación de los placeres más sencillos. El fútbol, por ejemplo.
En un segmento de distinto calibre destaca la hibernación de otras cuestiones rematadamente cansinas, como el proceso catalán con los manejos de Quim Torra, las salidas y entradas de los políticos presos o los movimientos fantasmagóricos de Puigdemont desde su plácida fuga en Bruselas.
Entre tanto, las consecuencias del control social que impone el gobierno con el relato paralelo para argumentar el estado de alarma empiezan a provocar peligrosas protestas en la calle, donde no se acaba de entender aquello que dijo Sánchez en una de sus insustanciales apariciones televisivas: «Entramos juntos y saldremos juntos». Que se lo pregunten a valencianos o malagueños, por ejemplo.
En esta periódica desescalada, en medio de la inseguridad laboral, social y económica que nos rodea, hallamos los futboleros un margen pequeño para la ilusión. Hoy ya nos invade un cierto nerviosismo. Sentimos la aproximación de la incertidumbre, intuimos el manto verde a través de la caja tonta, un esférico que gira y 22 hombrecillos que pugnan por su posesión con el propósito de incrustarlo en el portal rival.
Más de dos meses después regresa el fútbol mañana sábado a la pequeña pantalla, después de aquel Liverpool-Atlético de Madrid del lejano 11 de marzo. No vuelve la Liga aún... se trata del campeonato alemán, el primero que se reanuda mañana, sin público en las gradas. ¿Quién se va a perder el Leipzig-Friburgo? ¡Ay, hasta dónde hemos llegado! El día que vuelva a jugar el Barça será inenarrable.