Sorpresas da la vida como que haya sido precisamente la Mesa del Parlament de Catalunya la que haya acabado con la efímera presidencia de Quim Torra al frente de la Generalitat.
Dijo el abogado independentista de Blanes anteayer cuando anunció la inevitable convocatoria electoral que la legislatura no tenía más recorrido, cuando hubiese sido mucho más apropiado admitir que es él quien no tiene más pases para mantenerse al volante del proceso, de nuevo agrietado tras la enésima escenificación del divorcio con Esquerra Republicana.
Colocado en el primer escaño del Parlament por Carles Puigdemont desde su fuga en Bruselas porque era el más flácido de los posibles para ejercer como hombre de paja, Torra dejará la presidencia de la Generalitat con mucha más pena que gloria, como diría José María García en sus mejores tiempos. Ha ejercido como activista más que como político y así le ha ido. Le queda la foto de la reunión con Pedro Sánchez y poco más.
Desafiante de palabra, apocado de presencia e inútil en efectividad, Torra ha sido inhabilitado como diputado por su osadía gestual y Roger Torrent, de Esquerra, en un ataque de sensatez, le ha dejado en la estacada para evitar el riesgo de seguir el camino de Carme Forcadell al desobedecer un mandato judicial.
En el fondo, a Esquerra la situación le reporta pingües beneficios porque elimina a otro heredero de la controvertida Convergencia y aguarda el desembarco de Oriol Junqueras que ya aprovecha cualquier ocasión para promocionar su presencia mediática, bien desde la cárcel de Lledoners, o bien en una comparecencia ante la comisión que investiga la aplicación del artículo 155. El líder independentista, «que no desea ningún mal a nadie», sigue diciendo que repetirá lo que ya hizo, aunque debería interpretar mejor el significado de la palabra mal para una sociedad hastiada y dividida. Que se lo pregunte a Torra y a otros olvidados en el camino.