La juez Mercedes Alaya y su famoso carrito para mover los papeles del juzgado llenó minutos de telediarios cuando empezó la investigación del ERE andaluz. Hubo en estas páginas algún columnista que caricaturizó aquella figura con las imágenes de archivo de las que tiraban las teles hasta que le dieron la patada hacia adelante, un ascenso que conlleva traslado y cambio de cometido para que el asunto fuera a manos más maleables.
Algunos creímos entonces que lograrían tapar el bochorno que produjeron ya las primeras noticias y declaraciones sobre el caso, juergas y cocaína con dinero público. Perdimos casi la confianza en la Justicia, que ha vuelto a demostrar que es lenta pero no paralítica, que resuelve lo que ha iniciado y que su peso es mastodóntico.
Es de esperar que con el lentísimo proceso judicial del tres por ciento catalán ocurra algo parecido, una vez asumido que estos casos llenan miles de folios del sumario y que los jueces, como los reyes magos, lo leen todo.
Otra cosa, con la memoria todavía fresca de la trama Gürtel, son las consecuencias. La justa pena recibida se extendió al Gobierno de Mariano Rajoy, expulsado por corrupción, por usar la influencia del poder para obtener contratos y cobrar, tal vez un tres por ciento, para quien los facilitaba.
Desde esa perspectiva de lucha contra la corrupción caiga quien caiga que legitimó la moción de censura del año pasado, es difícil comprender las excusas para decir que lo del ERE andaluz no es igual, «es cosa del pasado» (Iglesias), o «es una cuestión de los socialistas andaluces» (Pedro Sánchez).
Uno de los baremos para conocer la calidad de los políticos que nos representan es su capacidad de asumir responsabilidades. Pero ya no quedan, el poder ofrece más emociones.