Me da la impresión de que los centros docentes y los profesores se abstraen del debate político sobre la educación. Se quejan de lo ilógico de algunas normas o de las molestias de las obras o de algún programa que no cuenta con la dotación necesaria, pero pasan del debate general como el debate general pasa de sus opiniones. Ni los profesores esperan nada de los políticos, ni éstos se preocupan porque al final aplicarán una nueva norma pese a lo que piensen los profesionales de la educación. Una pena.
En el Congreso se pide a la ministra Celaa que persiga en Catalunya a quienes utilizan un libro de texto en cuyas páginas sale el término «país» sin hacer referencia a España. Esta idea de «país» ya lo utilizaba Jordi Pujol cuando no era independentista, sino pactista y práctico, y sus hijos todavía no le amargaban la vida. De hecho, debería ser país una parte del todo (metonimia), a no ser que el todo ya no considere que esa parte sigue siendo «país» (sinécdoque). Cuando el poder ha de dedicarse a inspeccionar los libros para que ninguna de sus letras tenga un tufo subversivo es que algo muy importante está en una situación muy preocupante. Quizás la libertad.
No se pueden cortar todos los árboles por el miedo que le tenemos al fuego. Esas políticas ideológicamente preventivas ya se probaron en varias ocasiones en Europa en el siglo pasado con resultados funestos.
Es verdad que los profesores no son asépticos y que algunos se sentirían muy incómodos si un día les hacen jurar la Constitución para mantener su puesto de trabajo (todo puede llegar) pero mientras esperamos a que la política cumpla con la ley de Murphy, quizás lo más inteligente es confiar en los maestros, respetar su trabajo, exigirles el esfuerzo (no porque sean más funcionarios que antes han de trabajar menos), y cederles los mejores medios para que su labor sea lo más eficaz posible. Como si fuéramos conscientes de que trabajan con nuestra materia prima más importante.