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Hay, al menos dos Franco. Uno es la momia, que después de 40 años en una sepultura con significación pública conviene que descanse con los suyos y no con los «españoles todos».

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Otro es el personaje histórico, que debería seguir enterrado, aunque se ha demostrado que hay demasiados que alientan «el regreso», de un color y del contrario. Pedro Sánchez afronta el traslado de los restos del dictador como una cuestión que dejó pendiente la transición. Pero ello ha provocado que muchos hayan resucitado al personaje, defensores de Franco que han salido del armario, para reivindicar la figura del dictador por lo que representaron sus 40 años de mandamás. Son evidentes las ganas de algunos hoy demócratas (casi nadie es partidario de una dictadura) de pasar cuentas y proclamar que con Franco, si no se vivía mejor, sí se vivía muy bien. Y que por eso murió en la cama y no víctima de una revolución. Estos revisionistas premian al dictador como si la transición fuera su mérito, cuando hay que reconocer a la sociedad del 75 y a los políticos de entonces de casi todos los colores la capacidad de pactar (sinónimo de renunciar a algo en beneficio de todos). Sin duda los que ya han «desenterrado» a Franco no serían partidarios de que Tejero o Armada hubieran gobernado ni un solo día (y menos 40 años). Quizás, solo quizás, hemos aprendido que los golpes ya no son un estado aceptable por parte de los ciudadanos.

Lo que preocupa es que los desenterradores del personaje parecen expresar algo que quizás no es tan minoritario, el hastío por el funcionamiento de esta democracia devaluada, el deterioro progresivo del debate político, la pérdida de prestigio de los líderes y de los partidos. Pese a todas esas debilidades y miserias, no creo que nadie sueñe con una resurrección, ni con un salvador de la patria con disfraz de Batman, porque quizás bajo la máscara se encuentre un Trump.