Cuenta la leyenda que, antes de que Buda morase en la Tierra, el rey rajputa de la tierra de los birwagh nombró a Virata juez supremo del reino. Desde la escalinata de color rosa del palacio real, aquel noble administraba justicia desde la salida hasta la puesta del sol. Aunque su veredicto era severo, los hombres le respetaban porque nunca habían detectado un fallo en sus sentencias, ni negligencia en sus preguntas, ni cólera en sus palabras.
Un día, un grupo de campesinos llevó ante Virata a un muchacho de la tribu de los kazar al que acusaban de haber matado a más de diez hombres. Tras escuchar a los querellantes, Virata se dirigió al joven y le preguntó su versión de los hechos. «¿Cómo pretendes saber la verdad a partir de las palabras de los otros?», le contestó el muchacho. Todos los asistentes quedaron enmudecidos ante aquel criminal que injuriaba a un juez tan ecuánime. A pesar de que Virata solía dictar sentencia al día siguiente del juicio, los campesinos le exigieron que comunicara su decisión al instante. Habían caminado durante varias jornadas, estaban exhaustos y debían regresar para alimentar al ganado. El juez se levantó algo perturbado y condenó al joven a once años de reclusión y a ser azotado once veces cada año hasta que la sangre brotara por su espalda.
El condenado se encolerizó: «¿Has medido con equidad la condena? Y, ¿dónde se halla, juez, la medida que aplicas? ¿Quién te ha azotado para que conozcas los azotes? ¿Cómo puedes contar con tanta frivolidad los años de reclusión como si fuesen iguales que las horas pasadas a la luz? ¿Has estado alguna vez en prisión como para saber cuántas primaveras quitas de mis días? Solo aquel que ha sufrido puede medir el sufrimiento. ¡Ay del ignorante que cree saber lo que es el derecho!».
Aquellas palabras calaron hondo en el ánimo del juez. ¿Cómo podía juzgar el bien y el mal? Sin que nadie lo supiera, Virata se dirigió a la prisión donde el condenado expiaba su culpa. «Quiero saber a qué te he condenado, quiero sentir en carne propia cómo muerde el azote y cómo pasa el tiempo encadenado a mi alma. Durante una luna, ocuparé tu lugar para saber cuánta penitencia habré acumulado. Mientras tanto, serás libre». El joven lo miró estupefacto. No daba crédito a lo que estaba oyendo. Se intercambiaron las ropas y, antes de que el joven saliera por la puerta, juró que entregaría una carta al rey para que Virata pudiera salir de la prisión e impartir, de nuevo, justicia. Durante dos semanas el juez supremo sufrió castigo y vivió en las tinieblas. Y, al término del trigésimo día, el rey liberó a Virata que ensalzó la grandeza de su acto. Sin embargo, el noble renunció a su cargo y nunca más volvió a administrar justicia. Le dijo al rey: «Soy incapaz de volver a pronunciar sentencia alguna, desde el momento en que sé que nadie puede ser juez de nadie».
Este bello relato, escrito con maestría por Stefan Zweig en su libro «Los ojos del hermano eterno», nos recuerda algunas cuestiones de plena actualidad, entre ellas, la frivolidad con la que se habla de la pena de prisión. En los últimos años, hemos asistido a un moderno «punitivismo» que pretende aumentar considerablemente la duración de las condenas de reclusión. En efecto, la ciudadanía, alertada por casos mediáticos de especial gravedad, reclama de los poderes públicos medidas contundentes y eficaces para aliviar la sensación de inseguridad. Cuanto más severa sea la propuesta, más aceptación tiene en la sociedad. Se tiene la creencia –errónea, según todos los estudios criminológicos- de que la amenaza de una pena especialmente grave reduce la tentación de cometer ciertos delitos. La confluencia de estos factores conduce a los partidos políticos –que, no lo olvidemos, compiten en un mercado electoral cada vez más exigente- a propugnar tales medidas para fortalecer la confianza en la Administración de Justicia. De esta manera, se pretende que el sistema dicte resoluciones previsibles que, además, sean percibidas en la sociedad como justas.
Estos planteamientos frivolizan con las consecuencias de la pena de prisión. En más de una ocasión, escuchamos que los presos no pagan impuestos, tienen comida garantizada, televisión, gimnasio, piscina, etc. Sin embargo, no se repara en lo que les falta: la libertad. Esa palabra es el viento que impulsa nuestra vida e insufla oxígeno a nuestros sueños. Despreciar la libertad es tanto como olvidar que somos humanos. No se trata de que bajemos a las tinieblas como el juez Virata para saber lo que es la reclusión. Pero sí, al menos, que no seamos frívolos, banales, ligeros cuando hablamos de la pérdida de la libertad. Quizá nos sirvan de ayuda las palabras de Manuel Azaña: «La libertad no hace felices a los hombres, los hace sencillamente hombres».