El estoicismo, mi filosofía de cabecera, entiende el suicidio en determinados casos. Lo legitima cuando una enfermedad degenerativa o terminal se ha apoderado del futuro o cuando uno entiende que ya no puede aportar nada a la sociedad. En la cultura individualista de hoy, se impone la libertad de decisión sobre lo propio y nada lo es más que la vida de cada uno, aunque haya religiones que defienden que el dueño es alguien del más allá y, por tanto, no somos libres de esa decisión que Epicteto y los estoicos tan bien explican.
Una variante del suicidio es la eutanasia, etimológicamente buena muerte, cuya regulación legal constituye la primera apuesta legislativa de Pedro Sánchez. Me parece valiente y oportuna, persigue la muerte digna que reclama aquella persona que ha perdido toda esperanza y libremente -ojo, porque es el concepto determinante- decide su final.
Hay razones morales en un sentido y en el contrario, argumentos poderosos en su defensa y en su oposición, florecerán estas semanas como traslación a la calle del debate del Congreso. Cuenta con apoyo social y el rechazo de poderes influyentes, pero ha llegado el momento de plantearlo, sale de la dialéctica viciosa en la que se han enfrascado los partidos y llega como una oportunidad de afrontar una exigencia de la sociedad de hoy.
El divorcio fue el primer reto de la democracia moderna con la que soñaba este país, que luego ha avanzado más que países de su entorno en derechos sociales. Es una ventaja para el Gobierno que acaba de llegar, tiene la oportunidad de ganar fortaleza para los dos años -y más si vinieren-. Con esta regulación apuesta fuerte, salvo que se pervierta como herramienta para arreglar el problema de las pensiones. Qué peligro entonces.