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Lo suyo sería titular este artículo «Sangre e hígado», pero ya dicen que algunas cosas es preferible no tocarlas y que a veces es mejor no meneallo. Voy a seguir la tendencia que marcan algunas películas como «My fair lady» o «Eyes wide shut», cuyos títulos no se tradujeron por «Mi bella dama» o por «Ojos muy-abiertos-cerrados» (en contraposición a «Eyes wide open», «Ojos abiertos como platos»). Esta mañana me he levantado pensando qué pasaría si un actor se creyera los papeles que interpreta hasta el punto de confundirlos con la realidad. Es decir, que si por ejemplo comete un asesinato en la ficción, le doliera en el alma haber matado al personaje, hasta el punto de que confesara un crimen que en realidad nunca habría cometido. Nadie le iba a culpar, porque no existiría homicidio alguno, pero en su conciencia pesaría la falta igual y acaso lo iba a atormentar psicológicamente y traerlo a mal traer.

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Si a esto añadimos la cantidad de películas y telefilmes violentos que nos sirven el cine y la televisión, un actor realmente sensible podría llegar a pasarlo muy mal. Claro está que podemos pensar que al fin y al cabo todo sería mentira, puesto que las historias no iban a ser verdaderas; pero una persona con auténticos escrúpulos de conciencia podría llegar a creer que sus actuaciones serían susceptibles de influir en las masas, que algunos comportamientos de adolescentes descarriados se basan en escenas de películas y que el actor o la actriz que los interpreta podría llegar a ser indirectamente culpable. O al menos sentirse culpable. Películas de las que llaman de sang i fetge, con escenas sangrientas desmesuradas, que por lo visto tienen un público adicto, películas de zombis, películas de ciencia ficción y desastres donde no se echa de ver demasiado la ciencia que digamos, etc.

Pero lo cierto es que un actor que se precie llega a interpretar tantos papeles en su vida que podría decirse que ya está curado de espanto. Hace muchos años ya que vi interpretar «El tragaluz», de Antonio Buero Vallejo, al actor José María Rodero. La obra es de un realismo cuando menos doloroso, y recuerdo una escena en que el actor lloraba sin ayuda de colirios, porque se metía en el papel hasta el punto de creérselo. No sé si el sufrimiento lo dejaba en las tablas, tal como dicen los futbolistas que las pendencias se quedan en el campo, o si llegaban a marcarle en su vida diaria, porque tampoco sé si es cierto lo que dicen, que la realidad supera con mucho a la ficción.