En un momento de apuro pueden hallarse soluciones provisionales, incluso algún chollo, en las páginas de segunda mano que abundan en las redes sociales donde no hace mucho el que suscribe se desprendió de un sofá chaislonge, en muy buen estado, por 350 euros, y adquirió un silloncito balancín mejor conservado aún por 40.
Cincuenta euros más -400- se gastó hace unos meses el Consell Insular en cada una de las 15 sillas adquiridas para equipar una nueva aula de formación, lo que ha supuesto un gasto de 6.043 euros.
El dispendio no solo resulta ignominioso para tantos trabajadores que pasan horas frente al ordenador en asientos que apenas cumplen las condiciones básicas de ergonomía y comodidad sino que supone una bofetada inmoral para el principio de austeridad o, cuanto menos, moderación, que debería marcar la gestión de esta clase de gastos. Son, además, asientos para una aula de formación, por tanto no tendrán una ocupación diaria permanente.
Que las sillas sean de una mayor calidad, transpirables, cómodas, ligeras y funcionales, incluso que prolonguen su uso en el tiempo (solo faltaría que encima se rompieran a las primeras de cambio) no parecen razones suficientes que justifiquen su adquisición a ese precio de ricos. Tampoco lo es argumentar que las primeras que se compraron tras la construcción de la nueva sede del Consell fueran de un coste similar. Que entonces se tirara la casa por la ventana invitaría precisamente a lo contrario para ajustar las sucesivas compras a gastos más racionales y que provocan menos sorpresa y comentarios negativos entre los ciudadanos de la Isla.
No se trata de acudir al mercadillo de segunda mano, como hizo el que suscribe, ni de recurrir a sillas sin reposabrazos, pero entre ambos extremos hay -debe haber- muchas más soluciones que no incidan en el rechazo generalizada de tan discutible operación.