El día 13 de marzo de 1963 Ernesto Miranda fue detenido por el Departamento de Policía de Phoenix (Arizona) acusado de haber robado a punta de pistola ocho dólares a un empleado de banca. Los agentes de policía no le advirtieron del derecho a no declarar y a no auto-incriminarse que le reconocía la Quinta Enmienda de los Estados Unidos. Tampoco le informaron de su derecho a ser asesorado por un abogado. Después de más de dos horas de interrogatorio, Ernesto acabó derrumbándose y confesó no sólo el robo, sino también el secuestro y la violación de una joven de dieciocho años. Durante el desarrollo del juicio, la Fiscalía exhibió la declaración firmada por el acusado en la que asumía los tres delitos «sin amenazas, coerción o promesas de inmunidad, y con pleno conocimiento de mis derechos legales». El Tribunal Estatal de Manicopa condenó al acusado a más de veinte años de prisión. Aquel caso estaba destinado a revolucionar el proceso penal estadounidense cuando dos abogados decidieron recurrir a la Corte Suprema de los Estados Unidos. La defensa argumentó que la confesión se había obtenido sin previa información de sus derechos. Nadie advirtió a Ernesto Miranda que sus palabras podían convertirse en la principal prueba para su condena.
En 1966, la Corte Suprema de los Estados Unidos, presidida por el juez Earl Warren, anuló la condena de Ernesto al considerar que se habían vulnerado sus derechos como persona detenida. Dado que los interrogatorios policiales tenían una naturaleza coercitiva –pues pretenden resolver un delito-, los agentes debían informar previamente al detenido de sus derechos. Así, nació la «doctrina Miranda» de la que surge la famosa frase que tantas veces hemos escuchado en las películas norteamericanas: «Tiene usted derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra en un juicio. Tiene derecho a consultar con un abogado y a que esté presente durante sus interrogatorios. En caso de que usted careza de recursos, el Estado le designará un abogado para hacerse cargo de su defensa».
El derecho de defensa constituye, sin duda, uno de los pilares fundamentales del Estado de Derecho. El interés de la sociedad en esclarecer los delitos y castigar a las personas responsables no puede satisfacerse a cualquier precio. En el proceso penal, no existen atajos. Todas las pruebas que pretendan utilizarse contra un acusado deben haberse obtenido con plenas garantías. Por esta razón, todos los intervinientes en el proceso –juez, fiscal, agentes de policía- deben ser especialmente cautelosos por cuanto cualquier fallo durante la investigación puede derivar en la impunidad de un delito. Aunque los profesionales del sector legal están convencidos de esta afirmación, en ocasiones cuesta trasladar su importancia a la ciudadanía. Cualquier lego en Derecho podría pensar que si una cámara de seguridad instalada en un edificio ha grabado cómo una persona golpea a otra, ello debería bastar para condenarle. Sin embargo, cuando un juez contempla esa prueba no puede limitarse a observar lo que ven sus ojos. Antes incluso de ver el vídeo, debe preguntarse si esa prueba –por más que muestre claramente que el acusado ha cometido el delito- resulta admisible en un Tribunal de Justicia. ¿Dónde estaba situada la cámara? ¿Hacia dónde enfocaba? ¿Era una cámara instalada en un edificio privado para velar por la seguridad del recinto? ¿O se trataba de una cámara instalada por la policía? ¿Puede una cámara privada enfocar a una vía pública? ¿Se ha obtenido vulnerado el derecho a la intimidad? ¿Se trata de una prueba nula y, por tanto, debe ser excluida?
Al igual que el aire que respiramos, la Justicia constituye una necesidad para la ciudadanía. Aunque se trate del crimen más execrable que nos podamos imaginar, el fin no justifica los medios. Cuando se relativiza sobre el derecho de defensa en el proceso penal, estamos –sin darnos cuenta, de forma paulatina- cerrando la puerta de nuestra libertad y dinamitando las bases de una democracia asentada en el respeto a la ley. Quizá sea el momento de recordar las palabras del ex secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan: «Los derechos humanos son sus derechos. Tómenlos. Defiéndanlos. Promuévanlos. Entiéndalos e insistan en ellos. Nútranlos y enriquézcanlos… Son lo mejor de nosotros. Denles vida».