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No me codeo a menudo con las langostas, es un manjar que no suele caer en mi plato porque no está al alcance de mi cartera, pero he seguido con interés todo el debate abierto en torno a su muerte, hervidas vivas para conseguir que su carne no se estropee. El método tradicional que ahora está en entredicho. Han sido los suizos los que han legislado al respecto, prohibiendo que la langosta sea arrojada viva al agua en ebullición y obligando a aturdirla antes. También se prohíbe transportar crustáceos vivos sobre hielo o en agua helada para evitarles sufrimiento. A raíz de esta legislación avanzada en bienestar animal, que colisiona con la gastronomía, hay todo tipo de teorías sobre si la langosta siente o no dolor. Hay informes al respecto y no ayudan a calmar conciencias: responden al estímulo dañino, no gritan pero padecen.

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Todo esto parecería un debate estéril, de risa para muchos, si no fuera porque justamente afecta a la delicia culinaria más menorquina y porque Suiza sigue a otros países como Nueva Zelanda y ya hay sentencias al respecto en Italia.

Seguimos siendo el mayor depredador del mundo, hay que comer, pero ya que lo hacemos en cantidades industriales, crece en la sociedad la sensibilidad hacia esas criaturas que nos sirven de alimento. Y eso es positivo. La controversia no creo que vaya a ir a menos sino todo lo contrario, las grandes cadenas de distribución alimentaria lo saben y comienzan a presionar a sus proveedores. Un conocido grupo alemán con supermercados en Menorca se ha adelantado a la competencia y ha dejado de vender huevos de gallinas enjauladas, solo comercializará los producidos por gallinas criadas en corral. Una muestra de que la cuestión de la langosta es solo el principio y de que la cocina, como los productores, está llamada a adaptarse a los nuevos tiempos que corren.