Nos hablaba el otro día Iñaki Gabilondo en el Ateneo del retorno de las tribus, y es que a medida que las esperanzas de progreso se van desvaneciendo, la herencia histórica nos trae el consuelo de la tradición. La globalización diluye fronteras, las redes sociales nos ponen el mundo entero al alcance de un click, pero al mismo tiempo hacen que nos sintamos desamparados en un mundo de no lugares indistinguibles unos de otros, con formas de vida homogéneas destinadas al consumo masivo. De ahí la nostalgia por los aromas de la aldea originaria, de los sabores de toda la vida, del terruño, de las banderas enarboladas en la juventud, la vieja nación de los ancestros que tan bien delimitaba a los nuestros de los otros…
El problema surge cuando el sentimiento de nación que todos tenemos en algún grado se inflama y se accede a la fase nacionalista, como se pasa de tener apéndice, que todos tenemos, a padecer apendicitis, que es enfermedad de unos pocos. Y nos ponemos a hablar y no parar de nacionalismos, sin saber muy bien de qué va la cosa más allá de tópicos y demonizaciones. Por ello no está de más un pequeño esfuerzo intelectual para tratar de comprender un fenómeno que nos llena de zozobra porque empieza a incidir claramente en el día a día de los ciudadanos, a quienes llegan mensajes confusos y/o torticeros.
Según dice el historiador José Alvarez Junco en su imprescindible libro !Dioses útiles», de Galaxia Gutemberg, la clave para el necesario giro intelectual en la comprensión de las naciones y los nacionalismos, es, que éstos no son fenómenos naturales sino creación de la historia, es decir, que no hay nacionalismos naturales, sanos, y por tanto indiscutibles, que están ahí para guiar al pueblo por el jardín de los derechos ciudadanos y la democracia, y otros «artificiosos», «disgregadores», «radicales», «¡nazis!», llegados para enredar (Rajoy dixit) o para abducir a masas alienadas. Hay simplemente nacionalismos/ tribalismos que por avatares históricos se han erigido en Estado y otros que se han quedado a las puertas.
Con lo cual entroncamos con la reflexión planteada por Gabilondo en el Ateneo: «Al nacionalismo con Estado se le llama patriotismo, a los otros nacionalismos se les insulta» (cito de memoria), y es que los nacionalismos con Estado viajan en tren bala y gozan de buena prensa mientras los otros renquean en un cercanías y son objeto de befa desde tiempo inmemorial. Quienes no tenemos querencia por ninguno de ellos, observamos el fenómeno con cierta ironía, porque ambos han ido experimentando curiosas transformaciones: así, mientras los nacionalismos sin estado aspiran a tenerlo y se mimetizan creando «estructuras de Estado», ministerios de propaganda, trampas leguleyas y demás lacras estatales, los estados constituidos con nacioncillas en su seno presumen de neutralidad nacionalista y hablan a destajo de racionalidad, leyes y constituciones, pero levantan banderas sagradas como la de la patria común y su indisolubilidad, asunto por lo visto pre democrático, y por tanto exento de toda discusión.
También dijo Iñaki que España era un gran país pero que carecía de proyecto y no le falta razón. Lo tuvo cuando tras el largo túnel del franquismo optó por la reconciliación acrítica y la democracia parlamentaria y lo hizo muy bien, pero aquel modelo murió de viejo y lo que fue útil entonces (la manoseada Constitución, hoy fieramente defendida por quienes entonces la vituperaron) ya no lo es hoy día. España, al contrario que otras naciones europeas, tiene el problema de albergar en su seno a una comunidad que se siente nación, que se muestra insatisfecha con sus atribuciones y que se considera vejada desde la infausta gestión de su estatuto de relación con el Estado y la, según ellos, sistemática desatención a sus demandas.
A todo ello, y como reacción, renace con fuerza el otro nacionalismo celtibérico que no reconoce como tal (lo suyo es «sano patriotismo», como apuntó Iñaki sin citarlo expresamente), pero que también se envuelve en banderas gigantescas y exige justicia ante la afrenta separatista del nacionalismo «perverso», o directamente repartir leña («A por ellos»), aspecto este último especialmente preocupante por lo que pueda significar de resurgimiento de la extrema derecha en un país históricamente damnificado por ella. Da miedo la actual inflamación de ardores patrios que ha pasado ya de las élites manipuladoras a la gente que ya se enzarza en el comedor familiar o en la comunidad de vecinos en una espiral de insensateces que nos tiene a todos con el alma en vilo…
Hay que insistir: urge desarmar el lenguaje, desnacionalizarlo (si felizmente supimos en su día separar política y religión, ahora es perentorio separar política y sentimentalismo nacionalista), y afrontar el conflicto como lo que realmente es, un problema de reparto del poder, actualmente camuflado en un carnaval de banderas y patrioterismos de baja estofa.