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A William Shakespeare no le gustaba que un hombre fuera esclavo de sus pasiones, cuando toda su obra y quizás su vida no se entenderían sin la pasión de sus actos y de sus letras. Debe ser cierto que la pasión es imprescindible para que surja el genio, como lo es que el apasionamiento a veces impide la reflexión, lleva al conflicto y a sus consecuencias. Eso lo vemos todos los días.

Pero si a uno le queda algo de sensibilidad y de inocencia, no puede evitar apasionarse por algunas de las cosas que vivimos o que vemos. Creo que este estado es el que definiría a José Luis Terrón Ponce, fallecido hace unos días. No sé cómo fue de militar, un poco rebelde, seguramente, pero como historiador y escritor, como pensador crítico, como hombre vivo estaba imbuido por la pasión. Se le notaba cuando viajaba a su siglo XVIII o cuando describía el argumento de una novela de amor inédita ambientada en el castillo de San Felipe.

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Yo no conocía en profundidad a Terrón Ponce, pero sí me impresionaron los artículos que publicó en este diario sobre su enfermedad, el cáncer que ha podido con él. La capacidad de poner el corazón sobre la mano y exigir a la mente que lo analice es un don que pocos tienen y explicarlo a la gente es un acto de valentía que merece un agradecimiento.

No parecía menorquín, a pesar de haber nacido en la calle Sant Jordi de Maó. No parecía militar por su facilidad para emocionarse. No parecía historiador porque no podía evitar tomar partido, comprometerse. No sé cómo pudo afectarle que a los cinco años perdiera a su padre, pero sí sé de la hermosa carta que le escribió y que también nos permitió leer.

Quizás las pasiones nos hacen sufrir, pero sin personas apasionadas la vida sería más pausada y más gris.