La verdad es que me da grima el hecho de que los futbolistas no puedan hablar libremente cuando están en el campo, disputando un partido, equivocándose o no en lo que dicen, y que se haya llegado al punto de que tengan que taparse la boca con la mano, por temor a que sus palabras sean tergiversadas o mal usadas. Un hombre tiene derecho a enfadarse, cuando se le calienta la sangre, y hasta diría que a meter la pata y proferir improperios contra todo bicho viviente.
La tensión es tanta en partidos de máxima rivalidad que hasta se comprende que sean capaces de ofender de palabra. Entonces es cuando los árbitros, si se enteran, proceden a enseñarles la tarjeta. Pero lo de la mano lo hacen para que no les lean los labios los medios audiovisuales que llenan los estadios, que entonces pueden cebarse con ellos y su vocabulario, para potenciar el sensacionalismo y vender más. De donde se infiere que todos somos culpables, porque hemos hecho del fútbol algo que no es, un espectáculo que por la atención que recibe supera a cualquier otro. Y lo hemos hecho a base de apostar dinero, pagando sueldos extraordinarios a los jugadores, haciendo publicidad exagerada de todo cuanto rodea a determinados equipos, hablando durante horas, durante días de la más mínima jugada, montando casas de apuestas que se forran con algo tan nimio como adivinar los resultados de los partidos, imprimiendo eslóganes y marcas en camisetas y pantalones, poniendo botellas de refrescos delante de los micrófonos donde se expresan los entrenadores y relegando al olvido hechos mucho más importantes que la disputa de un trofeo en un estadio como por ejemplo leer un buen libro, ver una buena película, asistir a un buen concierto de música, a una buena obra de teatro y muchos otros tipos de bondades que superan con creces lo de que veintidós hombres persigan una pelota para meterla con los pies en una portería. Lo queramos o no estamos coartando libertades.
El futbolista ya no puede llamarle hijo de su madre al contrincante cuando le propina una patada en salva sea la parte, porque entonces las cámaras lo filman, lo fotografían, la prensa toma nota y los comentaristas lo hablan durante días, meses o años, hasta el punto de que cuando sean viejos alguien aun podrá decirles este es el que llamó hijo de su madre a su adversario. Ustedes pueden decir que exagero pero estoy seguro de que recordarán toda la vida qué entrenador de qué equipo pegó un pescozón a otro hace ya algunos años.