Así define el diccionario la palabra palabra; una más en ese libro esencial en el que se amontonan todas (o casi todas). Las palabras enemistan, seducen, crean historias inolvidables, inventan y reflejan realidades y también comercian: como cuando alguien viene a tu casa (o a tu muro) a venderte algo que no necesitas y acabas dando tu número de cuenta: a mi abuela le pasó una vez (y no más) con un kit de cacerolas: la vendedora era muy agradable.
Hace unos días reflexionábamos en el «Encuentro entre creadores», organizado en Menorca por Maica Martínez, sobre palabras que no existen para realidades que sí existen, en concreto, en lo relacionado con las mujeres: emociones, experiencias, amenazas, placeres y materias como la menstruación, la maternidad y la no maternidad o las relaciones entre mujeres (madre e hija; amigas; maestras y discípulas, etc.), que no han estado hasta ahora tratadas literariamente, porque hasta ayer las mujeres no han escrito, no han tenido el mismo acceso a la cultura y a la educación, ni han gozado del cuarto propio —la independencia económica—, que proponía como requisito Virginia Woolf para toda creadora que pretendiera serlo. Las mujeres y sus asuntos se han infravalorado también en el arte y se han recluido al terreno de lo privado porque era el lugar de la mujer en el sistema patriarcal, tal y como proponía, por ejemplo, Jean-Jacques Rousseau, uno de los padres de la democracia moderna, en su libro Emilio: «La educación de las mujeres deberá estar siempre en función de la de los hombres. Agradarnos, sernos útiles, hacer que las amemos y estimemos, educarnos cuando somos pequeños y cuidarnos cuando crecemos». El espacio y el discurso público ha estado reservado a la visión masculina (y dotado de autoridad) gracias también a las palabras (y a las definiciones que de ellas aguardan en el diccionario).
Las palabras aparecen cuando una realidad las requiere (como ha aparecido, por ejemplo, la palabra «burkini» en los medios, pioneros, casi siempre, en incorporar vocablos para acortar definiciones y no tener que decir/escribir cada vez (también, por ejemplo), «el traje de baño que usan algunas mujeres musulmanas, que todavía no han tenido voz individual en esos mismos medios, porque es otra forma de infantilizarlas, acallando y obligando unos y prohibiendo otros sobre sus cuerpos, y que oculta a la vista todo el cuerpo excepto la cara, las manos y los pies». Estos nuevos vocablos se incorporan antes a los diccionarios de uso, que se ocupan, impacientes, de cazar palabras directamente de la calle, como se empeñó en su gran obra María Moliner. Y es que a veces, la realidad no tiene reflejo en los medios, no consigue alzar su voz y tampoco ocupa sillones en las academias de la lengua: desde su creación, en 1713, solo una decena de mujeres, entre más de un millar de hombres, ha ocupado alguno de los asientos de la Real Academia Española. No entró una intelectual en esta institución hasta 1979: las palabras de la experiencia femenina han estado marginadas y la visión del varón ha sido la dominante también en el diccionario, que es la herramienta, a su vez, con la que hablamos de lo que ocurre. Un pez que se muerde la cola pero que no tiene dientes: baba viscosa.
Esta ausencia de mujeres —hasta en tres ocasiones (1889, 1892 y 1910) se denegó la incorporación de Emilia Pardo Bazán porque «las señoras no pueden formar parte de este Instituto»— tiene su reflejo: hasta 2014, por ejemplo, no desapareció «débil, endeble» de la definición de «femenino», y aún quedan rastros sexistas.
Algunas autoras se han encontrado, a la hora de escribir, con esa dificultad de encontrar las palabras para narrar y expresar lo que les pasa a ellas o a sus protagonistas. Virginia Woolf dijo: «Empiezo a desear un lenguaje parco como el que usan los amantes, palabras rotas, palabras quebradas, como el roce de las pisadas en la acera, palabras de una sílaba como las que usan los niños cuando entran en un cuarto donde su madre está cosiendo y cogen del suelo una hebra de lana blanca, una pluma, o un retal de chintz. Necesito un aullido, un grito». Clarice Lispector, por su parte, no quería inventar nuevas palabras, le bastaba con retorcer el lenguaje hasta conseguir que se acercara a esa especie de susurros: «Hay muchas cosas por decir que no sé cómo decir. Faltan las palabras. Pero me niego a inventar otras nuevas: las que existen deben decir lo que se consigue decir y lo que está prohibido». Y en cuentos, como el magnífico «El árbol», que nos descubrió Laura Freixas, en Talleres islados, de la chilena María Luisa Bombal, la protagonista lo intenta de otras maneras (al ritmo de la música) pero se topa también con una de las constantes en la literatura escrita por mujeres: el silencio.
Completar los espacios vacíos —esos «blancos de la escritura»— contar (y leer) lo que no se ha contado todavía es un acto revolucionario; y si para contarlo faltan las palabras, se inventan: estamos (cada día) a tiempo, porque, como dijo Ana María Matute al recibir el Premio Cervantes, «el que no inventa, no vive». Se irá diluyendo así el lenguaje titubeante, el anhelo o hambre de palabras que las escritoras primeras encontraron en sus abismos, hasta ser un recuerdo (o aullido) lejano.