Según la mitología griega Medusa era un monstruo femenino que convertía en piedra a quienes la miraban. Pero medusa es también un animal marino cargado de células urticantes que flota en nuestras aguas cada vez con mayor abundancia, llevando a los bañistas por el camino de la amargura.
La picadura de la medusa no convierte a los humanos en piedra, pero produce gran desazón, y si tiene la mala pata de darse en algún lugar delicado, como cuello u ojos, puede ocasionar una hinchazón de lo más desagradable. A esto se une a veces la alergia personal a cualquier tipo de picaduras, con lo que la peligrosidad aumenta. Normalmente un pinchazo de medusa es más molesto que peligroso, y tradicionalmente se combatía con multitud de remedios caseros, desde mocos a apósitos de lejía. Hoy las farmacias tienen pomadas de lo más efectivas para esta clase de accidentes.
Dicen que el aumento ingente de medusas en nuestras costas se debe a la práctica desaparición de las tortugas de mar, que solían comerlas, aunque no sé hasta qué punto sea cierto. También dicen que las medusas son comestibles, creo que son los japoneses los que las comen, pero lo cierto es que ver a esos pequeños paraguas mucosos y casi transparentes no estimula lo más mínimo el apetito. En verano se puede ver en las inmediaciones de las playas una barca que se dedica a pescarlas, para alivio de los bañistas, pero por desgracia no resulta suficiente. Quizá lo más efectivo sería traer una caterva de japoneses para que las cocinaran a buen precio, porque recuerdo que en tiempos las secas de Menorca estaban plagadas de erizos de mar y desde que los franceses pusieron de moda comerlos ya no se ve ni uno.
Pero en catalán de Menorca las medusas se llaman borps, y no son un mal de hoy, sino también de antaño. Ya picaban a los escasos bañistas de hace sesenta años, cuando yo aprendí a nadar. Entonces muchos forasteros no las conocían, y cuando empezó eso del turismo, camarero había que en sus horas de asueto se lanzaba a nadar desde las rocas en un mar de medusas. Naturalmente la gente le avisaba, ¡cuidado que hay borpos! Pero como el camarero no entendía no hacía maldito el caso, nadaba con un estilo de academia de lo más garboso, y tenía la fortuna de sortear sin querer las nubes de borpos. «I no el picaran!», decía la gente, tendrá la suerte de que no lleguen a picarle. «Que no el picaran?». De pronto saltaba como impelido por un muelle y empezaba a rascarse. «I jo ho ben trob que l'han picat!».