Debía yo tener quince años cuando mi hermana se fue a Madrid de viaje de placer. Visto desde Menorca, donde no sabíamos más que lo que nos contaban, Madrid era entonces lo nunca visto. Yo le había oído contar a un representante en la tienda de can Bastes que efectivamente Madrid era poco menos que el paraíso. No és bo a contar, és cosa de veure! Miré al vendedor y me pareció que tenía cabeza de almendra, con un penacho de cabellos en la punta y algo de papada bajo el cuello, aunque todavía era joven. Los ojillos le sonreían, evocando las avenidas de Madrid, los palacios, los monumentos y repitiendo la manida frase de que de Madrid al cielo. Bueno. Parece ser que mi hermana se lo pasó en grande, pero no regresó contando maravillas, sino que simplemente dijo que no había para tanto. Se trajo un par de pruebas de que Madrid es «de lo que no hay», una de ellas un flamante librito con fotografías de cuadros del Museo del Prado, la otra un libro que por entonces estaba muy en boga, «El doctor Jivago», de Boris L. Pasternak, que acababa de recibir el premio Nobel de Literatura. Tardé años en terminar de leerlo, pero siempre me ha gustado. El folleto del Museo del Prado tenía profusión de láminas en blanco y negro y en color, y pensé que me iba a venir de perlas para hacer el álbum de Historia del Arte, una asignatura que se cursaba en quinto de Bachillerato. Lo tenía dentro del pupitre y a veces, durante las horas de estudio, lo sacaba para repasarlo. Las horas de estudio eran vigiladas por un cura jovencito, armado con una campana que a veces tocaba sobre nuestras mismísimas cabezas. Ese día el cura era don Orestes, un hombre larguirucho, con aspecto de Quijote y ojos de poeta de andar por casa. Pasó a mi lado, dio dos pasos al frente y volvió atrás abriendo unos ojos como platos.
Les coses senzilles
Espérame en el infierno
14/12/15 0:00
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