Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) pasó hace un par de semanas por Menorca en una de esas jornadas mágicas que organiza Talleres islados y Mariona Fernández (o viceversa) para recordarnos que no podemos vivir sin contar historias. Landero fue el último autor de la temporada: se cerraba así el quinto aniversario de esta iniciativa que une a un pequeño grupo en torno a un maestro durante unos días fuera del tiempo y por la que han pasado en 2015 el ya clásico (y experto en el mundo clásico) de estos encuentros Bernardo Souvirón; el filósofo Rafael Argullol y los escritores Rosa Montero, Belén Gopegui y Jorge Carrión. Pensadores todos que, sumados a los que han participado en las cuatro temporadas anteriores (y a los que están por llegar), formarían la alineación de un equipo (galáctico) que en este caso no estaría mal cantar de memoria: o intercambiar sus cromos/ideas en cualquier patio.
Para Landero fue además la primera vez que pisaba la Isla e intuyo, tras ver su cara en la despedida, que el recuerdo que se llevó del lugar (y de la gente) no fue poca cosa; tampoco lo fue, me parece, para los asistentes: de bienvenida, noche improvisada (de guitarra) en Cales Fonts con el autor de «El guitarrista» (2002), para dar paso a dos días a cielo abierto en una casa de campo de Sant Lluís, oyendo nada que no fueran pájaros o grillos y hablando de lo importante: la literatura (y la vida). Entre medias, comidas, cenas, sobremesas y un último vistazo al mar. Hace pocos días que ocurrió y parece que ya no es legítimo contarlo sin faltar a la inmediatez que hace que las historias caduquen en cuanto se publican en Twitter. Tocaría hablar de las elecciones que nos susurran a la nuca. Tendría que hablar (y ganas no me faltan) de la marcha del 7-N en Madrid, con el corazón en la mano (y violeta). Mujeres (y hombres), decenas de miles, reclamando que las violencias machistas y el terrorismo doméstico tolerado de soslayo por el sistema patriarcal se conviertan en cuestión de estado: en cuestión de todos, de educación, de menos recortes, de más recursos, de menos excusas y de más protección a las víctimas: que sean los asesinos y los violentos los obligados a vivir con máscaras y no, como sucede, que sean las amenazadas (y casi siempre, también sus hijos) las vacas marcadas: condenadas al anonimato y al abandono institucional. Se calcula que más de 800 humanas desde 2003 en España han sido ejecutadas por asesinos que alguna vez durmieron en su cama (o sea, toda esa retahíla de parejas y exparejas). Como dijo (de violeta) Ada Colau: «Si mataran a hombres, el país estaría militarizado».
Así que he preferido pecar de anacrónica y recordar hoy a Landero, sentado, afable, en aquella mesa para doce (y recordarlos a todos). He preferido recrear esa mirada casi infantil y quijotesca del autor que se dio a conocer en 1989 con «Juegos de la edad tardía» (Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa), una obra que le llevó ocho años de trabajo y con la que un profesor de instituto conquistó de un golpe a los cientos de miles lectores que no le han abandonado ya. El secreto, nos lo contó (es una de las ventajas de estos encuentros, que siempre se acaba confesando alguna cosa): ponerle jeito a la literatura (a la vida), así, en portugués. Significa, dijo, el gusto por hacer las cosas bien, esa actitud de poner lo mejor de nosotros en cada cosa, por pequeña que sea. Así lo aprendió él de su madre y ella, de Portugal, la tierra colindante a su infancia, frontera en la que se producía lo que Landero llama el «contrabando léxico». De allí nos fuimos todos con otras cuantas confesiones, algunas tristes y otras de las de carcajadas, y las libretas llenas de títulos de libros que leer, secretos del oficio y el retrato de un hombre (no tan inmaduro) que desprende ese jeito que nos lleva, en lo literario, a tratar de esmerarnos en los detalles concretos, como hacen los niños cuando juegan y no existe otra cosa que ese mundo que se crea entre dos latas vacías que son los barcos salvavidas y un cojín que es un muro de una fortaleza imaginaria.
Descubro ahora que al día siguiente de dejar la Isla se enteraría Landero de que cosechaba un premio más, esta vez el del Libro del Año, que otorga cada año el gremio de libreros, por su última novela, ese recorrido vital que es «El balcón de invierno» (Tusquets, siempre Tusquets desde aquella primera llamada) y que, según este jurado: está escrito «con un lenguaje preciso y precioso» y es «un viaje, de implacable sinceridad, por la memoria». Leo el veredicto, asiento y vuelvo a recordar esa mesa (imaginaria ya) para doce.
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