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Aún hoy en día, en las zonas rurales, los campesinos jurarían sobre sagrado que un hacha pulimentada del Paleolítico o del Neolítico, en puridad no es otra cosa que una piedra del rayo.

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Desde la cultura clásica, a las piedras trabajadas por la mano del hombre prehistórico, lo que más tarde los antropólogos aclararían que esas piedras en forma de hacha, casi siempre, otras veces tiene forma redondeada por un extremo y puntiaguda por el otro, con desconchaduras muy cortantes a lo largo de su perímetro, probablemente utilizadas en descarnar las piezas de los animales que cazaban, a todas estas piedras se las llamó y aún se las sigue llamando, piedras del rayo. En Islandia y Japón se las llama piedras del trueno. En Suecia, mallas de Thur. En Hungría, flechas de dios, en Finlandia dientes de rayo. En India, flechas del trueno. En Siberia, dardos de hada. En Grecia, hachas del cielo. Con los ejemplos que acabo de exponer, queda clara la similitud en el origen que se les daba a las hachas de sílex que no tuvieron, no hace por eso tantos años, que se sepa, ni un solo asentamiento humano que no viera en ellas una relación directa con el destructivo rayo que tanto temor ha ocasionado desde los albores de la humanidad hasta nuestros días. Por eso, esas piedras eran objeto de las más curiosas creencias, como por ejemplo pasarlas por el vientre de una mujer gestante para asegurar un hijo sano y un parto sin complicaciones. También en algunas zonas rurales se ponían debajo de la cama para ahuyentar el rayo.

Hace años, cuando yo aún era un cazador clásico de los de escopeta y perro, conocí a un labriego que arando sus tierras en una zona de la Guadalajara rural, encontró algunas de estas curiosas y preciosas hachas prehistóricas. Un buen día me regaló tres para que las llevara en mi macuto cuando fuera a cazar o a fotografiar animales porque desde hace bastantes años sólo cazo con una cámara fotográfica y un teleobjetivo. El agricultor me aseguró que así, si me sorprendía una tormenta (muchas me han calado hasta los huesos) estaría protegido de los rayos. Alguna vez, cuando entro en mi biblioteca, las veo en una estantería junto a mis libros. Me gusta tocarlas. Sé que otras manos de la cultura paleolítica o neolítica usaron su esforzada y rudimentaria tecnología para hacer de esos trozos de durísima piedra alguna de sus precarias pero vitales herramientas. Me parece algo emocionante por más que aquí en la península no son pocos los payeses que tiene guardadas algunas de estas piedras del rayo, sin atender a otra razón que darles ese falso origen. Quizá sea mejor así, aunque es sorprendente que ahora, cuando ya tememos asumido lo del bosón de Higgs, las buenas gentes con su bendita herencia telúrica, siguen custodiándolas y poniéndolas en la puerta de su casa para que a un rayo no le dé por dejarles una desgracia. Y también, y no por eso menos importante, para pasar una de estas piedras por una barriguita gestante, y de paso que el nonato nazca sano y el parto venga de buen venir.