Entre la realidad, la historia i la ilusión. Un lector desea que cambie de idioma por un día, considera que debo aplicarme para compensar su esfuerzo semanal. No es necesario especular sobre el uso de una lengua, termina siendo bastante natural, es un fenómeno que va más allá de las maquinaciones políticas, sociales y culturales. Opina que si escribiera en castellano tendría un mercado más amplio. ¿Comerciar? Aprovecho su reflexión y le explico mi estima por el habla.
Tuve mi primera clase de catalán en séptimo de EGB. Recuerdo mis primeras lecturas, seducida con palabras y relatos poco escuchados, canción de sentidos. Fue difícil, porque yo tenía doce años, pero la búsqueda de aquellas letras hizo renacer el placer de la identidad. Comprendí que la lengua catalana también era la mía. Saboreaba el estudio de la gramática, la estructura lingüística, que como en el resto de las lenguas románicas, te abraza, se ajusta y adapta. Nunca me preocupó que los docentes, periodistas o escritores utilizaran la forma estándar que aconseja la Universidad de las Islas Baleares. La lectura castellana tampoco traza en su viva oralidad de pie de calle.
Quizás, necesito guarecer la expresión de esta columna por minoritaria. Indudablemente, por convicción y por pasión cotidiana. Tenemos más suerte con la lengua castellana, ella se defiende bien, sin protección. Pero por fuerte que sea, no deja de ser también la mía. Ambas, las quiero, sin sal.