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Desde la casa del camino de Santa Bárbara se veía Ciutadella, azotada por todos los vientos. Ciutadella aparecía detrás de la pared seca, detrás del parapeto de Sa Muradeta. Se veía una ristra de casas blancas y ventanas verdes, la fachada de Can Faustino y los abetos de los patios señoriales, la espalda de piedra de la Catedral y la iglesia del Socors. Hacia la derecha se divisaba la aguja de Sa Piràmide, allá en medio del Born, bajo el cielo perfectamente azul de 1956, el año de la gran nevada que cubrió calles y plazas pavimentadas con sablón, la nevada que restregó incluso alguna conciencia como si fuera la lengua fina de un glaciar. Desde la casa perdida Dalt es Penyals se oían las imprecaciones de los arrieros, los saludos de los que pasaban montados en bicicleta, los mugidos de las vacas que se arriesgaban a cruzar la ciudad, los gruñidos de los cerdos que avanzaban atados por una pata, el llanto estridente de los pollinos miserables y, sobre todo, las campanas. Las campanadas poderosas de la Catedral eran contestadas por el eco de las campanas de Sant Francesc y de las iglesias más pequeñas. En mi imaginación aquellas campanadas surgían de las ramas de los abetos, como si estuvieran llenas de cascabeles y se agitaran para convocar a la fantasía. Pero, a veces, las campanadas eran lánguidas y solitarias y entonces sabía que tocaban a muerto. Mi madre alzaba la cabeza y se preguntaba quién debía de ser el muerto. Nadie. Yo sé que nadie muere en la Ciutadella de mis recuerdos, la que llena tantos pedazos de vida.

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Ciutadella. Se bajaba por Baixamar hasta el puente de hierro y allí estaban los laúdes pintados de blanco, alineados y compuestos como una borla de encaje. Se subía por la escalera y uno podía ensoñarse recorriendo los callejones, alcanzar Ses Voltes, salir por Sa Plaça hasta Sa Contramurada, donde aún resonaban ecos del asalto de los turcos y procesiones solemnes de clérigos enfundados en roquetes blancos sobre las sotanas negras, con un ataúd oscilando sobre las espaldas de los parientes más allegados camino del cementerio. Entonces había unos cuantos pinos ante la placeta del cementerio, y un ángel de piedra sobre el dintel, y una vereda serpenteante que parecía llevar hasta el fin del mundo. Una tarde el señor Vivern quedó encerrado tras la verja del cementerio y cuando pasó un caminante solitario pidió ayuda y dijo que era el señor Vivern.

«Me'n fot, si ets a l'infern!», dijo el caminante, y echó a correr como alma que lleva el diablo.