Vuelvo a Menorca. Repaso, desde el avión, a flashazos, todas las reuniones de redacción que he vivido en los distintos medios por los que he pasado hasta hoy. Despegamos. A veces, en esas reuniones, tensión, rencillas, intereses que van más allá del derecho a la información, opiniones encontradas y todos revueltos: el pelota de turno, el raro, el vago, el líder, el que echa leña al fuego, el que va de frente, el que nunca va de frente, el currante, el gracioso, el periodista de raza (y luego está el jefe). Todos ellos aplicables al artículo femenino excepto (aún y casi siempre) el de jefe. A pesar del oficio, la norma es el buen ambiente, el compañerismo, las bromas entre unos y otros y las palabras: muchas palabras. El mundo de la comunicación suele atraer a gente que gusta del diálogo, del ingenio, de la frase a tiempo, del buen titular, del gesto, de la viñeta.
Imagino entonces la irrupción, en cualquiera de esas reuniones, de dos tipos poseídos por un odio entrenado, armados, vestidos como visten a los muñecos de guerra con los que juegan los niños que tienen juguetes, disparando a bocajarro contra todos, dejando muertos en el suelo, en la mesa, sobre los teclados: un cuerpo inerte al otro lado de un teléfono a medio descolgar. Libretas manchadas de sangre. Sangre manchada de sangre. No comprendo.
A mi lado, viaja un hombre. Va en manga corta a pesar del invierno y tiene el brazo lleno de pelos. No le he visto la cara (es demasiado violento adoptar ese ángulo de visión en distancias tan cortas). No sé por qué pero me irrita: quizás porque está inquieto, despliega la bandeja (y esta pierde inevitablemente su posición vertical), luego la cierra, se remueve en su asiento, tose, busca algo en su bolsa, a sus pies, me da un codazo y solo se calma cuando mira a su tablet y allí logro ver, de reojo, las imágenes de una película en la que juegan al béisbol. Nunca he entendido el asunto de las bases.
Ya veo Mallorca. Asoman sus bordes al otro lado de mi ventanilla. El año pasado la visité y ya la reconozco: soy capaz de ver ciertas huellas que dejé, marcas invisibles para el resto. Las cosas cambian, giran, se revuelcan en el barro y no, no salen airosas. Oigo, durante todo el vuelo, el sonido que sale de la tablet de mi vecino peludo a pesar de sus auriculares y quizá por eso me alegro de que le obliguen a apagar el aparato antes de que acabe la película: de todos modos, cualquiera podría haber adivinado el final.
Aterrizamos. Bajo la escalerilla del avión y la humedad me recuerda que estoy en casa. Me toca esperar el autobús cuarenta y dos minutos para llegar a mi coche, aparcado en cualquier calle: no sé si seré capaz de recordar en cuál. Al día siguiente me entero de que la ruta del aeropuerto a Maó va a ampliar horarios y que pasará cada media hora todo el año. Una buena noticia, ahora solo falta que circulen siempre que haya vuelos operativos, y que se pueda conectar, además, con el bus que va en dirección a Ciutadella (o que algunos de los autobuses que cubren el trayecto entre Maó y Ciutadella, con el resto de pueblos entre medias, hagan parada también en el aeropuerto, aunque eso, ya lo he dicho, sería un milagro para los que vivimos aquí: los turistas no esperarían menos).
Me pongo al día. Las obras que atentan contra la Reserva de la Biosfera siguen su curso en la carretera general. Menorca vuelve a protestar por la Ley Mordaza, esa que pretende recortar (por recortar que no quede) derechos fundamentales. Estoy allí sin estar.
La libertad de expresión es (presuntamente) sagrada para los países occidentales: el Partido Popular que ha promovido esta ley arcaica desde su mayoría absolutista para intentar criminalizar las protestas a base de multas defendió, seguro, a ultranza (como defienden lo suyo), la libertad de expresión tras la matanza de «Charlie Hebdó». Cuánta hipocresía.
Vuelvo entonces adonde nunca he estado: a París. Tal vez durante los próximos años volvamos todos muchas veces a París, a la redacción ensangrentada de esa publicación satírica que contó con un puñado de profesionales que ahora están muertos y que pretendía (y pretenderá) meter el dedo en la llaga. Las religiones están llenas de llagas. Me entero (justo antes de enviar este texto) de que cientos de personas (hablan de 2.000 seres humanos) han sido asesinadas por el grupo terrorista Boko Haram en Nigeria. No hay manifestaciones en Occidente al respecto. Es enero y aquí, en la Isla, parece verano. Sigo sin comprender pero intuyo que ninguna bala (ninguna mordaza) nos hará callar.
@anaharo0