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El día 15 de diciembre de 1961 un Tribunal de Jerusalén condenó a muerte a Adolf Eichmann por haber cometido crímenes contra la Humanidad. Gracias a las declaraciones de más de cien testigos, logró acreditarse que Eichmann había participado directamente en la deportación de miles de judíos a campos de concentración durante la II Guerra Mundial. Su abogado, Robert Servatius, utilizó varias líneas de defensa y, entre ellas, alegó que su cliente se había limitado a obedecer órdenes de sus superiores. Esta respuesta motivó la curiosidad de Stanley Milgram, profesor de la Universidad de Yale (Estados Unidos) al preguntarse: «¿Podría ser que Eichmann y su millón de cómplices en el Holocausto solo estuvieran siguiendo órdenes?». Para responder a esta pregunta, diseñó un experimento que pretendía medir la predisposición de los participantes a obedecer a las órdenes de una autoridad a pesar de que éstas pudieran entrar en conflicto con su conciencia. En el estudio participaban tres personas: 1) el investigador de la universidad; 2) el 'maestro' que era una persona que participa voluntariamente en el experimento; y 3) el 'alumno' que se sentaba en una especie de silla eléctrica y se le colocaban electrodos a lo largo del cuerpo. El investigador le decía al 'maestro' que tenía que castigar con descargas eléctricas al 'alumno' cada vez que fallaba una pregunta. A medida que avanzaba el experimento con sucesivas preguntas, subía el voltaje de cada descarga lo que provocaba alaridos de dolor del 'alumno'. Cuando alcanzaban los 75 voltios, los 'maestros', aterrados por el sufrimiento que estaban provocando, pedían interrumpir el experimento. Sin embargo, el investigador les ordenaban continuar. Les decía «continúe, por favor», «el experimento requiere que usted continúe» o «usted no tiene opción alguna. Debe continuar». Un 65 por ciento de los participantes aplicaron la descarga máxima de 450 voltios siguiendo las órdenes del investigador sin que las quejas del alumno pudieran frenarle. Ninguno se negó a aplicar descargas antes de alcanzar los 300 voltios a pesar de que sabían las graves consecuencias para el 'alumno'. Sin embargo, todo era una simulación. En realidad, el 'alumno' era un cómplice del investigador, estaba entrenado para fingir sufrimiento y los gemidos de dolor estaban grabados en una cinta.

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Los resultados del experimento de Milgram fueron realmente sorprendentes. ¿Cómo era posible que personas normales pudiesen obedecer ciegamente órdenes que iban en contra de su conciencia? ¿No había algún freno moral que contrapesara la fuerza de la autoridad? Gracias al experimento, se comprobó de manera científica la predisposición de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad. La fuerza persuasiva del investigador, que no daba opción a los voluntarios, llegó a imponerse a sus imperativos morales. Algunos de los participantes, preocupados por el dolor que estaban produciendo, preguntaron al investigador quién era el responsable si le pasaba algo al 'alumno'. Cuando el investigador les respondía –»yo soy el responsable»- los voluntarios sentían alivio. De esta manera, se demostró que era posible eliminar el sentimiento de culpa cuando las personas sentían que la responsabilidad de sus actos recaía en sus superiores jerárquicos o en un grupo dominante.

Quizá lo más aterrador del experimento de Milgram es que cualquier persona, en determinadas circunstancias, puede realizar actos atroces porque cree que es su 'obligación' o su 'trabajo'. Sin embargo, a pesar de que la situación sea muy adversa, siempre hay un resquicio para la elección. Y esa línea divisoria -por muy fina, débil y escurridiza que sea-, es la que marca la diferencia entre el bien y el mal. Ya lo decía Viktor Frankl, tras sobrevivir a varios campos de concentración: «Todo puede serle arrebatado a un hombre, menos la última de las libertades humanas: el elegir su actitud en una serie dada de circunstancias, de elegir su propio camino».