Llevamos días con Julio Cortázar en la cabeza (y en la sopa) y ahora, otro artículo viene a echar más leña al juego de su centenario. No hay novedades: el autor argentino murió en 1984, en su París del alma, y ya dijo/escribió todo lo que tenía que decir (aunque siguen, y seguirán saliendo obras póstumas, cartas secretas y otras traiciones). A mí no me cansa leer sobre/a Cortázar (porque lo amé) pero entiendo que a otros les pueda resultar agotador. Igual les debe cargar a algunos de los asistentes a mis talleres de escritura (sobre todo a los que en lugar de soñar con Cortázar, se duermen como ángeles con sus enredos patafísicos); pero no lo puedo evitar, siempre se me cuela algún relato suyo en la lista de lecturas a comentar en clase.
También se cuelan citas, porque además de escribir pensó en/desde/por la literatura, en el oficio y en el laberinto del cuento: «Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá entre nosotros, dará su sombra en nuestra memoria». No lo saco a escena, con o sin barba, tanto por mi relación actual con él como por lo que fue, algo que hasta llevó a una amiga escritora, Lola B. Gallardo, a escribir un cuento sobre el idilio imaginario y que incluyó en «Cada noche los lobos». Y es que nos pasamos la vida amarrados a recuerdos, los hacemos infinitos, y se nos olvida que en esa otra etapa no veíamos las cosas tan luminosas como lucen desde aquí (un aquí antes llamado futuro).
Lo primero que leí del autor fue «Rayuela», en la edición de Cátedra que saqué de la biblioteca de mi barrio madrileño, una novela que ya es un clásico que es un dolor que es un amor y un absurdo y un deambular por París y por Buenos Aires a ritmo de jazz entre dos mundos que se unen por un tablón de ventana a ventana. Tenía dieciocho años y casi antes de terminar de leerla tuve que comprar mi propio ejemplar. Cortázar me demostró ya esa primera vez que el lenguaje era un arma de triple filo y que el juego no tenía por qué acabar cuando una escondía para siempre sus muñecas. Encontré mi norte en ese buscar y encontrar y eso que aún no conocía sus relatos. Y fue por él (quería más Rayuela, quería otra Rayuela, imagino que la mía propia) por quien fui a parar a los cuentos. «Las armas secretas» fue el primer volumen y después de «El perseguidor» y de «Las babas del diablo» ya no he parado de buscar cuentistas. Ni de encontrarlos.
La biblioteca pública fue así la primera puerta, y lo sigue siendo: hoy, en Ciutadella, descubro nuevos tesoros en uno de esos edificios sagrados que debería proteger con su vida cada ciudad, cada pueblo. Las personas que allí trabajan, además, me ayudan en mi búsqueda infinita (hace unos días me avisaron de unas revistas en las que aparecían artículos de una autora sobre la que yo había pedido hacía meses todos sus libros). La labor es impecable e impagable, y ahora quieren, sin embargo, que las administraciones titulares de las bibliotecas públicas (casi todas de carácter municipal) paguen lo impagable con un canon destinado a las sociedades de autores y editores para 'compensar' a los artistas, dicen (cuando los autores, en la cadena de publicación son, normalmente, los que menos 'compensación' económica reciben y no será distinto en este caso: no olvidemos que algunas de esas empresas intermediarias que gestionan los derechos de autor, como en el caso de la SGAE, están manchadas de corrupción por el manejo fraudulento de sus cuentas). El canon, insisten desde el Ministerio de Cultura, no lo pagarán «en ningún caso» los ciudadanos, sino las administraciones, o lo que es lo mismo (señores, ¡basta de engaños!): los ciudadanos. La medida, aprobada por Real Decreto (cómo no), siguiendo una Directiva del Parlamento Europeo de 2006, implica que los centros de poblaciones de más de 5.000 habitantes tendrán que pagar por cada usuario o libro que presten a partir de 2016, algo que sin duda mermará y condicionará el presupuesto de las bibliotecas y el trabajo de sus profesionales, que ya hacen virguerías para actualizar su catálogo y ofrecer un buen servicio. No han tenido suficiente con subir el IVA cultural del 8 al 21 por ciento, el más alto de Europa, ahora también atacan a la lectura (peligro de pensar). Hace años que está en marcha una campaña para frenar esta medida (noalprestamodepago.org) a la que muchos los autores se han ido sumando. Cortázar, quiero creer, se sumaría también a esta nueva hoja de ruta, que busca (por la espalda) deteriorar un servicio público tan lleno de puertas.
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