Estoy en contra de todos los días de excepto de uno: el día del libro. Cada uno se impone sus normas vitales (y las cambia cada tanto), y la excepción hace la regla, o eso dicen. Yo digo (y leo) lo que quiero. Quiero (muchas veces) lo que leo. Y luego lo sueño: del día del libro paso al libro del día: ojalá pudiera leer un libro al día; es tal la ansiedad que se produce en mi alma cuando pienso en todas las obras no leídas, y tan breve el tiempo, que casi prefiero no pensarlo. Leo entonces microrrelatos para olvidar. La angustia crece sigilosa, como crecen las plantas o los miedos en mitad de la noche, en la oscuridad de una habitación en la que de pronto se escucha un ruido nuevo, ajeno, casi inhumano: ¿una respiración?
El día del libro no es solo un día: son los preparativos de las librerías (pedidos, paquetes, futuros regalos en forma de palabras e ilustraciones), son los medios de comunicación creando sus contenidos relacionados con la cultura del libro, son las floristerías y sus rosas de dragones y princesas (cada vez más valientes), son las bibliotecas con sus programas especiales, son las personas, decidiendo el título del regalo. El día del libro son también los puestos en la calle y son los libreros, enseñando a cara descubierta todas esas historias que conocen tan bien (no de la manera que conoce Amazon a sus usuarios, que igual que otros gigantes de hoy, disfrutan de ventajas/fraudes fiscales y abusan de su poder a base de descuentos desleales para acabar a machetazos con el pequeño comercio y globalizar también las lecturas: David y Goliat). Los libreros (supervivientes) encarnan el día de los libros, esos objetos que les dejan un pequeño margen a final de mes y que transportan en pesadas cajas de aquí para allá (nadie sabe, excepto los libreros, cuál es el peso exacto de las historias).
Cita a ciegas
El libro del día
22/04/14 0:00
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