Viajar a Madrid es siempre volver a casa, abrazar a mi familia y a mis amigos y volver también a las calles de otras andanzas. Este 22M, además, ir a Madrid tenía un nombre: las marchas de la dignidad. Antes de subir al avión, cuyo precio del billete, por cierto, es cada vez más indigno (nos han tomado el pelo, pero esto merece una cita aparte), hubo tiempo para parar en Es Mercadal y apoyar a los menorquines que, caminando, habían llegado para sumarse a este grito colectivo contra unos recortes injustos y antidemocráticos, una deuda injusta e inventada de una crisis que deja a las personas sin trabajo y sin techo, y contra una forma de gobernar que viene de unos poderes invisibles para la mayoría de los mortales y que solo tiene sentido, a corto plazo, para la casta política y corrupta.
La miseria y el desempleo derivados de este sistema en el que se recorta en sanidad, educación, vivienda, cultura, dependencia, libertad de expresión, justicia igualitaria, derecho a decidir de las mujeres sobre su propio cuerpo y en general, todo lo que tiene que ver con los derechos básicos de un pueblo sano y evolucionado, hizo salir a las calles de la capital a cientos de miles de personas hastiadas y deseosas de que se vaya este Gobierno y todos los que vinieron antes y los que pretenden venir después que quieran seguir el camino de esclavizar a la mayoría.
Unos llegaban caminando desde puntos lejanos del mapa de esta España apaleada, con los pies reventados y la cabeza alta; otros llegaban en autobús, en coche, en tren y todos estaban allí, hasta los que habrían querido estar, para decir basta. El ambiente era festivo cuando llegamos a Colón, familias con niños, parejas, carteles de todo tipo (porque había gente de todo tipo: no solo de la izquierda y mucho menos solo de la extrema izquierda), aunque se respiraba cierta tensión: demasiadas calles cortadas por policías armados con cascos, escudos y esas pistolas que lanzan esas pelotas de gomas con las que las fuerzas de supuesta seguridad recibieron también a los inmigrantes en Ceuta en el asesinato de quince personas (sí, inmigrantes). En Madrid, demasiadas lecheras -se dice que había en la misión más de 1.700 antidisturbios-. Demasiadas caras de cumplir órdenes por encima de velar por la seguridad de la ciudadanía. Demasiadas ganas de que la cosa, pacífica y bien organizada con la valiosa colaboración de los bomberos, acabara en guerra.
Después de la intervención de los representantes de todas las columnas, y antes de que empezara una actuación musical, mis padres y yo emprendimos el camino de vuelta, cruzamos Serrano, con todas esas tiendas de lujo atareadas con su clientela, y enfilamos la calle Goya con la dignidad renovada para llegar a nuestro destino en Ventas. Cuando aún no habíamos avanzado ni cinco manzanas, conecté el teléfono (durante la marcha no había cobertura) y entré en Twitter para comprobar las cifras de participación que se barajaban, haciendo con mis padres apuestas entre las diferencias que habría entre lo que decía el Gobierno y lo que decían los organizadores. Pero lo que encontré fue otra cosa: violencia. ¿Qué? ¿Era el mismo escenario de hacía tan solo unos minutos? Allí nos quedamos mirando a la diminuta pantalla del móvil, entre ríos de gente que también dejaba atrás esta marcha democrática, camino de los autobuses que les llevarían de vuelta a sus tierras, a sus penas, y aún ondeando banderas de todo tipo, republicanas, sindicales y otros, mis preferidos, ataviados con camisetas en defensa de la escuela pública o con banderas piratas.
Dicen que la policía entró en Colón antes de que acabara el acto, totalmente legal, y que ante la primera provocación de un grupo de idiotas que lanzaron botellas a los agentes, empezaron a cargar contra todos con una brutalidad adiestrada: no dejar que se formase ningún intento de campamento y entrar por sorpresa antes incluso de que llegara el famoso toque de queda que se habían sacado de la manga. Las imágenes que se han repetido desde entonces en los medios comprados por esos mismos poderes son las que buscaba la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, y las que buscaba la torpe alcaldesa de Madrid por designio casi divino Ana Botella, que tiene la poca vergüenza de decir que se ha bajado el sueldo y que ahora, en lugar de 101.988 euros anuales, cobrará 100.000 euros. Creo que ya es hora de que la contundencia cambie de bando y no quiero despedir este artículo con esas imágenes, prefiero quedarme con otras, con la sensación de unión y la certeza de que los derechos nunca se han regalado, se pelean y se defienden. Entre todos, una vez más, sí se puede.
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