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Desde la más temprana infancia, el astrónomo escocés James Dunlop (1793-1848) estuvo interesado en descubrir los secretos del Universo. Con diecisiete años ya construía sus telescopios para buscar alguna explicación a las estrellas que brillaban en la constelación. En 1820 tuvo la suerte de conocer a Sir Thomas Brisbane, un general escocés educado en la Universidad de Edimburgo y aficionado a la astronomía, que recientemente había sido nombrado gobernador de Nueva Gales del Sur (Australia). El general estaba interesado en construir un observatorio en la nueva colonia y le preguntó al joven si quería ser su asistente. Un año más tarde, ambos partieron hacia Sydney. Nadie podía imaginar que la colaboración entre el general y el joven iba a ser tan provechosa. Entre junio de 1823 y febrero de 1826, James Dunlop realizó cerca de 40.000 observaciones y catalogó un total de 7.385 estrellas. El día 30 de junio de 1826 el destino le tenía reservada una sorpresa. A través de su telescopio reflector de 9f/11,8 con espejo metálico de Speculum, contempló una nebulosa muy débil bastante grande que brillaba levemente hacia el centro. Se trataba de la galaxia NGC 6744 situada a unos veinticinco millones luz de distancia de la constelación de Pavo en el hemisferio austral. Después de muchos años, la ciencia constató que el joven escocés había descubierto una de las galaxias más similares a la Vía Láctea, ese trocito de espacio donde se sitúa nuestro minúsculo mundo, la Tierra.

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Dentro de muchos siglos, es posible que el ser humano sea capaz de llegar a la galaxia descubierta por James Dunlop. El desarrollo tecnológico del futuro nos permitirá recorrer grandes distancias en poco tiempo. La ciencia inventará mecanismos que adapten nuestro organismo a un medio hostil cuyos peligros aun no hemos llegado siquiera a vislumbrar. ¿Creéis que es ciencia ficción? En los dos últimos siglos, hemos construido un mundo inimaginable para nuestros antepasados. ¿Se imaginan a un egipcio de la dinastía de Ramsés II pulsando un interruptor para encender la luz? ¿A Galeno viendo un transplante de riñón? ¿A un soldado de Napoleón observando las posiciones de las tropas enemigas a través de un dron camuflado? ¿Se imaginan la cara de Filípides, el primer maratoniano de la Historia, comunicando la victoria sobre el ejército persa a través de un whatsapp? ¿O a Copérnico viendo en directo a Neil Armstrong dar saltos por la Luna? No creo que las dificultades técnicas sean el principal obstáculo que nos impide lanzarnos a la conquista del espacio. Solo es cuestión de tiempo, paciencia, medios y voluntad.

Sin embargo, el verdadero problema que debemos plantearnos es qué queremos hacer cuando lleguemos a nuestro nuevo hogar a millones de años luz de la Tierra. Los privilegiados que hagan ese primer viaje interestelar tendrán la oportunidad de empezar de cero. ¿Qué camino deberán elegir? Nuestra historia ha estado sembrada de guerras y paz, hambrunas y abundancia, dolor y felicidad, angustia y esperanza, desigualdad y justicia. Antes de mandar la primera nave espacial hacia la galaxia NGC 6744, debemos asegurarnos de que sus tripulantes conozcan la ambigüedad con la que hemos subsistido durante miles de años. Solo de esta manera estarán en condiciones de poder construir un mundo radicalmente distinto al que conocemos ahora. Y, quizá, para ello sería oportuno recordarles a los primeros tripulantes de este viaje interestelar las palabras de Michel Houellebecq en su libro «Las partículas elementales» a propósito del ser humano: «Esa especie dolorosa y mezquina, apenas diferente del mono, que sin embargo tenía tantas aspiraciones nobles. Esa especie torturada, contradictoria, individualista y belicosa, de un egoísmo ilimitado, capaz de explosiones de violencia inauditas, pero que sin embargo nunca dejó de creer en la bondad y en el amor. Esa especie que, por primera vez en la historia del mundo, supo enfrentarse a la posibilidad de su propia superación».