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Cuando se habla de mejorar el sistema democrático se apunta a asamblearismo, referéndums para todo, listas abiertas... Pero esto es el adorno. En las asambleas se impone el que más grita, el 'sí o no' es simplista y las listas abiertas no sirven si luego los electos votan al dictado. La democracia actual tiene margen de mejora desde muchas otras aristas, como la frágil seguridad jurídica, la igualdad desigual, el asqueroso imperio del dinero, la venenosa partidocracia y los necios abusos de poder.

Un sistema democrático simplemente decente no puede permitir que algunos dirigentes, que precisamente no son los electos sino los colocados por sistema digital (a dedo), desarrollen su planes ideológicos a costa del vilipendio de profesionales que, nos caigan mejor o peor, son personas con familias y dignidad, concepto que suena a caballeresco pero que, al final, es lo que nos queda.

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Una democracia mínimamente efectiva no permite atropellos al indefenso y que quien los comete se ampare en un resultado en las urnas del que casi nadie ya se acuerda. Tiene que haber mecanismos ágiles (la justicia llega, pero tarde) para evitar en el acto tales fechorías, una especie de «por aquí no se puede pasar», una policía de la democracia.

Porque lo más indignante del tema de los directores de Maó no es la descompensación entre suspensión y sanción propuesta, que es gravísima pero acabará pasando. Lo más ruín de todo es que se les acabe considerando culpables, culpables de una falta que, salvo enmienda, acabará manchando su historial. Culpables, con falta mínima pero culpables, de haber ejercido, precisamente, la democracia, votando con libertad de conciencia o aplicando el asentimiento, herramienta que emplea hasta el pleno del Consell. Más que castigarlos y someterlos (a ellos y a sus institutos) a un calvario, los dirigentes deberían simplemente tomar ejemplo.